Amar tu cuerpo no es solo algo que suene bien. Es un acto de rebeldía en una sociedad que constantemente te dice cómo debes ser. Más joven, más delgada, más musculoso, más sonriente… De forma directa o indirecta, llegamos a interiorizar que lo que valemos depende de nuestra apariencia. El cuerpo se vuelve una fuente de críticas y conductas lesivas. ¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Por qué tanta obsesión con la apariencia física?
Hay varias teorías. La psicóloga Jamie Goldenberg, en el marco de la teoría del manejo del terror (Terror Management Theory), propone que nos aterra nuestro cuerpo porque nos recuerda que somos animales mortales. Intentamos controlar los procesos y fluidos naturales que nos muestran que somos animales que nacen, se reproducen, envejecen y mueren. Los pelos, la defecación, el sexo o la enfermedad nos recuerdan nuestro lado animal. Así que revestimos el cuerpo de cultura en un intento de convertirnos en “semi-dioses” ajenos al mundo animal.
Otras teorías, como la de los cuerpos dóciles (les corps dociles) del filósofo Foucault, sostiene que la sociedad ejerce poder sobre las personas disciplinando e imponiendo normas sobre el cuerpo; desde cómo nos vestimos hasta cómo nos movemos. Por ejemplo, los corsés de la época victoriana casi no dejaban respirar o moverse a las mujeres.¿ Cómo va a ser alguien libre si no puede respirar? Otro ejemplo es el de una educación en la que pasamos día tras día pegados a una silla sin mover el cuerpo y siendo evaluados de acuerdo con estándares que no hemos elegido. Aprendemos letras y números, pero muchos nos volvemos analfabetos corporales.
La paradoja es que o ignoramos al cuerpo o nos obsesionamos con su apariencia. Así queda poco espacio para la sabiduría y el bienestar corporal. La primera opción, la de vivir desconectados del cuerpo, tiene un auge en esta era digital. De media pasamos casi un tercio de nuestro tiempo despiertos con la mirada clavada a una pantalla. Esos mini chutes de dopamina que proporciona mirar a la pantalla esclavizan nuestra atención. Nos desconectan de lo físico, de lo que hay a nuestro alrededor. Es una especie de adicción hipnótica, como si viviéramos en un videojuego. O como leí en algún sitio, érase un hombre que vivía a unos pocos metros de su cuerpo.
La otra opción es obsesionarse con la apariencia. Muchos tratamos a nuestro cuerpo como si fuera un objeto que amoldar y usar para conseguir cosas, como si fuera algo ajeno a lo que somos. Fredrickson y Roberts en su teoría de la objetivación (Objectification Theory) investigan los efectos detrimentales que esto ocasiona. Algunos son anorexia, bulimia, depresión, violencia, deshumanización, menor rendimiento académico y ansiedad social.
Sin caer en diagnósticos, cuando tratamos a nuestro cuerpo como a un objeto, limitamos lo que somos. Si solo piensas en tu apariencia física, no tienes tiempo para pensar en otras cosas. Tu conciencia, pudiendo ser amplia y centrada en lo que de verdad te importa (amor, conexión, autorrealización, creatividad, descubrimiento), se limita a tu imagen y control corporal. Es como crear una pequeña celda en el infinito campo de la conciencia y vivir en ella. Vives intentando ocupar poco espacio, tanto física como metafóricamente. Lo sé, porque he estado en mi propia celda. Y me costó mucho tiempo y esfuerzo salir. Por suerte, mi interés por descubrir el mundo y entender a los seres humanos ha sido más grande que mi miedo a no tener un cuerpo perfecto o perder la aprobación de la mayoría.
Quitar el foco de la apariencia no quiere decir desatenderla por completo. Cómo nos presentamos ante los demás influye en cómo nos tratan. Al fin y al cabo, nadie es inmune a la cultura objetivante en la que vive; y no hace falta estar de acuerdo con algo para que te influya. Pero entre cuidar la apariencia y obsesionarse con ella hay un trecho.
Al decir un claro NO a la cultura objetivante, salimos de la celda y ampliamos la conciencia. Este es un proceso que lleva tiempo. Comienza por retar los estándares culturales típicos de belleza y apreciar el propio cuerpo por ser único e irrepetible. Implica encontrar la belleza en muchas formas y colores y crear una imagen corporal más saludable y equilibrada. Esto no quiere decir que nos tenga que gustar cada centímetro de nuestro cuerpo (¡aunque ojalá fuera así!). El cerebro humano tiene un gran sesgo negativo. Si hay una cosa que no te gusta entre cien que si te gustan, vas a centrarte en la que no te gusta. Lo que vuelve más importante el reeducar la atención y centrarla una y otra vez en lo que sí te gusta de tu cuerpo.
Y bueno, cuando el espejo nos muestra algo que no nos gusta, siempre podemos recurrir al humor y a la humanidad compartida. ¿Es realmente el fin del mundo tener alguna arruga nueva? ¿Te van a querer más tus amigos si pierdes 5 kilos o tienes una nariz un poco más recta? ¿Crees que eres la única que preferiría menos pieles colgantes?
Vamos todos al mismo sitio. La vejez va llegando queramos o no. Podemos resistir la realidad y pasarlo mal, o darle la bienvenida con cierta gracia. Por mucho que revistamos al cuerpo de cultura y cremas, este va a seguir su proceso natural. Si podemos ver cierta belleza en las hojas viejas y rojas de los árboles que van cayendo en otoño para dar paso a las nuevas, ¿por qué no aprender a verla en las arrugas y los pelos blancos que nos muestran la historia de los cuerpos humanos? Como dijo Ram Dass, cuando miramos a los árboles no juzgamos su apariencia. No pensamos: Este árbol debería ser más alto o menos torcido o tener más hojas. Simplemente lo observamos y lo apreciamos por ser único. ¿Podemos hacer lo mismo con nuestro cuerpo y el de los demás?
Sobre todo, la rebelión del cuerpo implica cambiar el foco y centrarse en la gratitud, sabiduría y bienestar corporal. Si recordamos que el cuerpo es el sustento de nuestra vida, es fácil que vaya emergiendo la gratitud. Podemos recordar que nuestro cuerpo trabaja veinticuatro horas al día, siete días a la semana para apoyarnos, para permitirnos respirar, movernos, tomarnos un café, ver la cara de un ser querido, sentir el agua caliente en la piel, escuchar la risa de los niños o pajarillos cantar entre los árboles. El cuerpo es esencial no solo para sobrevivir, sino para vivir de forma sabia y despierta. Nos permite regular emociones, sanar traumas, sacudir estrés a través del movimiento, autoconocernos a través de nuestra memoria y sabiduría corporal, sentir alegría y conectar con los demás de forma más auténtica y directa. El cuerpo nos muestra quienes somos sin máscaras sociales y nos guía como una brújula cuando estamos perdidos.
Como toda rebelión, remar a contracorriente requiere paciencia y determinación. Por suerte, hay numerosas prácticas que aumentan la sabiduría y el bienestar corporal. Aquí van algunas de ellas junto con el deseo de que muchos cuerpos se liberen de sus celdas invisibles:
Hay varias teorías. La psicóloga Jamie Goldenberg, en el marco de la teoría del manejo del terror (Terror Management Theory), propone que nos aterra nuestro cuerpo porque nos recuerda que somos animales mortales. Intentamos controlar los procesos y fluidos naturales que nos muestran que somos animales que nacen, se reproducen, envejecen y mueren. Los pelos, la defecación, el sexo o la enfermedad nos recuerdan nuestro lado animal. Así que revestimos el cuerpo de cultura en un intento de convertirnos en “semi-dioses” ajenos al mundo animal.
Otras teorías, como la de los cuerpos dóciles (les corps dociles) del filósofo Foucault, sostiene que la sociedad ejerce poder sobre las personas disciplinando e imponiendo normas sobre el cuerpo; desde cómo nos vestimos hasta cómo nos movemos. Por ejemplo, los corsés de la época victoriana casi no dejaban respirar o moverse a las mujeres.¿ Cómo va a ser alguien libre si no puede respirar? Otro ejemplo es el de una educación en la que pasamos día tras día pegados a una silla sin mover el cuerpo y siendo evaluados de acuerdo con estándares que no hemos elegido. Aprendemos letras y números, pero muchos nos volvemos analfabetos corporales.
La paradoja es que o ignoramos al cuerpo o nos obsesionamos con su apariencia. Así queda poco espacio para la sabiduría y el bienestar corporal. La primera opción, la de vivir desconectados del cuerpo, tiene un auge en esta era digital. De media pasamos casi un tercio de nuestro tiempo despiertos con la mirada clavada a una pantalla. Esos mini chutes de dopamina que proporciona mirar a la pantalla esclavizan nuestra atención. Nos desconectan de lo físico, de lo que hay a nuestro alrededor. Es una especie de adicción hipnótica, como si viviéramos en un videojuego. O como leí en algún sitio, érase un hombre que vivía a unos pocos metros de su cuerpo.
La otra opción es obsesionarse con la apariencia. Muchos tratamos a nuestro cuerpo como si fuera un objeto que amoldar y usar para conseguir cosas, como si fuera algo ajeno a lo que somos. Fredrickson y Roberts en su teoría de la objetivación (Objectification Theory) investigan los efectos detrimentales que esto ocasiona. Algunos son anorexia, bulimia, depresión, violencia, deshumanización, menor rendimiento académico y ansiedad social.
Sin caer en diagnósticos, cuando tratamos a nuestro cuerpo como a un objeto, limitamos lo que somos. Si solo piensas en tu apariencia física, no tienes tiempo para pensar en otras cosas. Tu conciencia, pudiendo ser amplia y centrada en lo que de verdad te importa (amor, conexión, autorrealización, creatividad, descubrimiento), se limita a tu imagen y control corporal. Es como crear una pequeña celda en el infinito campo de la conciencia y vivir en ella. Vives intentando ocupar poco espacio, tanto física como metafóricamente. Lo sé, porque he estado en mi propia celda. Y me costó mucho tiempo y esfuerzo salir. Por suerte, mi interés por descubrir el mundo y entender a los seres humanos ha sido más grande que mi miedo a no tener un cuerpo perfecto o perder la aprobación de la mayoría.
Quitar el foco de la apariencia no quiere decir desatenderla por completo. Cómo nos presentamos ante los demás influye en cómo nos tratan. Al fin y al cabo, nadie es inmune a la cultura objetivante en la que vive; y no hace falta estar de acuerdo con algo para que te influya. Pero entre cuidar la apariencia y obsesionarse con ella hay un trecho.
Al decir un claro NO a la cultura objetivante, salimos de la celda y ampliamos la conciencia. Este es un proceso que lleva tiempo. Comienza por retar los estándares culturales típicos de belleza y apreciar el propio cuerpo por ser único e irrepetible. Implica encontrar la belleza en muchas formas y colores y crear una imagen corporal más saludable y equilibrada. Esto no quiere decir que nos tenga que gustar cada centímetro de nuestro cuerpo (¡aunque ojalá fuera así!). El cerebro humano tiene un gran sesgo negativo. Si hay una cosa que no te gusta entre cien que si te gustan, vas a centrarte en la que no te gusta. Lo que vuelve más importante el reeducar la atención y centrarla una y otra vez en lo que sí te gusta de tu cuerpo.
Y bueno, cuando el espejo nos muestra algo que no nos gusta, siempre podemos recurrir al humor y a la humanidad compartida. ¿Es realmente el fin del mundo tener alguna arruga nueva? ¿Te van a querer más tus amigos si pierdes 5 kilos o tienes una nariz un poco más recta? ¿Crees que eres la única que preferiría menos pieles colgantes?
Vamos todos al mismo sitio. La vejez va llegando queramos o no. Podemos resistir la realidad y pasarlo mal, o darle la bienvenida con cierta gracia. Por mucho que revistamos al cuerpo de cultura y cremas, este va a seguir su proceso natural. Si podemos ver cierta belleza en las hojas viejas y rojas de los árboles que van cayendo en otoño para dar paso a las nuevas, ¿por qué no aprender a verla en las arrugas y los pelos blancos que nos muestran la historia de los cuerpos humanos? Como dijo Ram Dass, cuando miramos a los árboles no juzgamos su apariencia. No pensamos: Este árbol debería ser más alto o menos torcido o tener más hojas. Simplemente lo observamos y lo apreciamos por ser único. ¿Podemos hacer lo mismo con nuestro cuerpo y el de los demás?
Sobre todo, la rebelión del cuerpo implica cambiar el foco y centrarse en la gratitud, sabiduría y bienestar corporal. Si recordamos que el cuerpo es el sustento de nuestra vida, es fácil que vaya emergiendo la gratitud. Podemos recordar que nuestro cuerpo trabaja veinticuatro horas al día, siete días a la semana para apoyarnos, para permitirnos respirar, movernos, tomarnos un café, ver la cara de un ser querido, sentir el agua caliente en la piel, escuchar la risa de los niños o pajarillos cantar entre los árboles. El cuerpo es esencial no solo para sobrevivir, sino para vivir de forma sabia y despierta. Nos permite regular emociones, sanar traumas, sacudir estrés a través del movimiento, autoconocernos a través de nuestra memoria y sabiduría corporal, sentir alegría y conectar con los demás de forma más auténtica y directa. El cuerpo nos muestra quienes somos sin máscaras sociales y nos guía como una brújula cuando estamos perdidos.
Como toda rebelión, remar a contracorriente requiere paciencia y determinación. Por suerte, hay numerosas prácticas que aumentan la sabiduría y el bienestar corporal. Aquí van algunas de ellas junto con el deseo de que muchos cuerpos se liberen de sus celdas invisibles:
- Retar los estándares culturales típicos de belleza. No exponerse a medios de comunicación o conversaciones tóxicas. Recordar que la belleza viene en muchas formas y que el propio cuerpo es único e irrepetible.
- Fomentar una percepción saludable y equilibrada de nuestra apariencia física. En vez de centrarnos solo en lo que no nos gusta, atender también lo que sí nos gusta.
- Practicar la autocompasión con aquellas áreas o procesos del cuerpo que nos causan vergüenza o rechazo. (Trabajo de Kristin Neff: https://self-compassion.org/)
- Ejercitar la gratitud corporal. Puedes comenzar haciendo una lista de todo lo que te ha permitido experimentar, aprender y hacer cada una de las partes de tu cuerpo. El autotacto amable puede ser otra buena forma de mostrar gratitud hacia tu cuerpo.
- Cuidar y mover el cuerpo. Conectar con tu sabiduría corporal a través de la práctica que resuene más contigo, ya sea mindfulness, yoga, canto, tai chi, tantra, paseos por la naturaleza, masajes, Feldenkrais, correr, cinco ritmos o un simple baño caliente.
Escrito por Silvia Fernández
Doctora en Psicología por The New School for Social Research, Nueva York. Instructora certificada en el cultivo de la compasión por la Universidad de Stanford (CCARE). Máster en psicología social y cognitiva por NSSR, Nueva York. Directora del programa Acompañamiento Contemplativo en la Muerte (ACM, Nirakara). Terapeuta (nivel intermedio) de Somatic Experiencing. Temas de interés: la muerte a través de culturas, mindfulness y cancér, empatía y compasión, inteligencia corporal, resiliencia. Ha sido docente en universidades (The New School, CUNY, UCM, Columbia University), ONGs (International Justice Project, AECC, Proyecto Esperanza) y actualmente dirige el servicio gratuito de acompañamiento en duelo y enfermedad de Nirakara.
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