¿Qué significa realmente ser compasivos?
La conversación con Miguel Riutort fue para mí un encuentro de fe, admiración, cuestionamiento y desafío a mis propias ideas.
Mi historia personal me había enseñado que, con frecuencia, quienes más hablaban de compasión eran también quienes más daño podían causar. No me entraba en la cabeza cómo discursos aparentemente nobles podían estar tan distantes de la realidad que predicaban.
Esa contradicción me generaba ardor en el pecho, y pasé alguna que otra noche sin dormir. Le daba vueltas, y vueltas, y vueltas…
Poco a poco, fui comprendiendo. Y esta conversación con Miguel fue la pieza que me ayudó a encajar el rompecabezas. Como os he contado, llegué a Nirakara en un momento personal complejo, casi de manera causal, y hoy puedo verlo con claridad: tanto en lo profesional como en lo personal, formar parte de Nirakara me ha acercado a comprender esto desde una perspectiva saludable.
Vivimos en una época en la que nuestras bocas se llenan de discursos sobre lo que debemos o no debemos hacer, y especialmente en la gestión de relaciones interpersonales. Parece haber dos extremos en la divulgación: por un lado, la insistencia en poner límites como forma de autocuidado, que a veces puede rozar el egocentrismo y la sobreprotección; por otro, la tendencia de entender al otro y su historia, que a menudo se convierte en justificar actitudes dañinas, llevándonos a la autoinvalidación y la conformidad con lo intolerable.
Lo que quiero decir, es que la cultura del bienestar a menudo nos puede hacer confundir la compasión con una fuente inagotable, como si estuviéramos obligados a dar sin medida, a perdonar por deber, y sin procesar, a estar siempre disponibles emocionalmente para los demás, incluso para aquellos que nos siguen faltando el respeto. Pero, ¿qué pasa cuando sentimos que ya no podemos más? ¿Cuando el acto de ser compasivos nos desgasta hasta el punto de olvidarnos de nosotros mismos?
En teoría, la respuesta parece sencilla: encontrar el equilibrio entre ambas posturas. Pero, ¿cómo? Sabemos que en la experiencia real, cuando atravesamos situaciones difíciles, esta claridad no es fácil de alcanzar. A veces, la única forma de llegar a la compasión es permitirnos sentir la ira, la tristeza o incluso el rechazo. Porque si algo he aprendido, es que la compasión no implica ausencia de límites; al contrario, a veces consiste precisamente en saber ponerlos sin violencia. Poner límites no es rechazar ni castigar, sino decir con honestidad y cuidado qué necesito, qué no puedo (o qué no quiero) sostener, y hasta dónde estoy dispuesta a llegar. A veces, para cuidar la paz, hay que alejarse. No como castigo, sino como una decisión consciente de no seguir en algo que nos daña.
Tengo que reconocer que durante un tiempo no entendía qué significaba realmente la compasión, y me preguntaba si tenía algún sentido para mi. Había ideas que no lograba asimilar, conceptos que me parecían contradictorios. Por ejemplo, la idea de que podía poner límites con firmeza y al mismo tiempo ser compasiva me resultaba difícil de integrar. Me parecía que si decía 'no' o me alejaba de alguien, estaba fallando como persona. También me costaba entender por qué se esperaba que fuera compasiva con alguien que estaba siendo todo lo contrario conmigo. Me parecía injusto, incluso absurdo.
Mi historia personal me había enseñado que, con frecuencia, quienes más hablaban de compasión eran también quienes más daño podían causar. No me entraba en la cabeza cómo discursos aparentemente nobles podían estar tan distantes de la realidad que predicaban.
Esa contradicción me generaba ardor en el pecho, y pasé alguna que otra noche sin dormir. Le daba vueltas, y vueltas, y vueltas…
Poco a poco, fui comprendiendo. Y esta conversación con Miguel fue la pieza que me ayudó a encajar el rompecabezas. Como os he contado, llegué a Nirakara en un momento personal complejo, casi de manera causal, y hoy puedo verlo con claridad: tanto en lo profesional como en lo personal, formar parte de Nirakara me ha acercado a comprender esto desde una perspectiva saludable.
Vivimos en una época en la que nuestras bocas se llenan de discursos sobre lo que debemos o no debemos hacer, y especialmente en la gestión de relaciones interpersonales. Parece haber dos extremos en la divulgación: por un lado, la insistencia en poner límites como forma de autocuidado, que a veces puede rozar el egocentrismo y la sobreprotección; por otro, la tendencia de entender al otro y su historia, que a menudo se convierte en justificar actitudes dañinas, llevándonos a la autoinvalidación y la conformidad con lo intolerable.
Lo que quiero decir, es que la cultura del bienestar a menudo nos puede hacer confundir la compasión con una fuente inagotable, como si estuviéramos obligados a dar sin medida, a perdonar por deber, y sin procesar, a estar siempre disponibles emocionalmente para los demás, incluso para aquellos que nos siguen faltando el respeto. Pero, ¿qué pasa cuando sentimos que ya no podemos más? ¿Cuando el acto de ser compasivos nos desgasta hasta el punto de olvidarnos de nosotros mismos?
En teoría, la respuesta parece sencilla: encontrar el equilibrio entre ambas posturas. Pero, ¿cómo? Sabemos que en la experiencia real, cuando atravesamos situaciones difíciles, esta claridad no es fácil de alcanzar. A veces, la única forma de llegar a la compasión es permitirnos sentir la ira, la tristeza o incluso el rechazo. Porque si algo he aprendido, es que la compasión no implica ausencia de límites; al contrario, a veces consiste precisamente en saber ponerlos sin violencia. Poner límites no es rechazar ni castigar, sino decir con honestidad y cuidado qué necesito, qué no puedo (o qué no quiero) sostener, y hasta dónde estoy dispuesta a llegar. A veces, para cuidar la paz, hay que alejarse. No como castigo, sino como una decisión consciente de no seguir en algo que nos daña.