Sep 4 / Miriam Fernández

300.000 años de apego

Antes de los dioses, el cuerpo.

Mucho antes de que se escribiera sobre el alma, mucho antes de que existieran los templos, los dioses o las ciudades, las humanas parían a sus crías y la tribu las protegía y cuidaba. Hace unos 300.000 años, el Homo sapiens emergía en el África subsahariana. Y con él, el apego se consolidaba como una parte indisoluble de nuestra naturaleza.

El bebé humano, a diferencia de casi cualquier otra cría, nace radicalmente indefenso. No camina, no busca alimento, no se cobija. Necesita brazos. Necesita calor. Necesita una tribu. En ese abismo entre el recién nacido y el adulto, el apego es una necesidad evolutiva. Su cerebro termina de desarrollarse fuera del útero y exige un periodo extendido de cuidado intensivo. Las interacciones tempranas calman y esculpen la arquitectura neuronal, siendo imprescindibles para el desarrollo de un yo autónomo y seguro. 
La psicóloga Darcia Narváez ha desarrollado el concepto del Nido Evolucionado de Desarrollo (EDN), inspirado en la antropología, la psicología del desarrollo y la neurociencia. Según Narváez, los seres humanos evolucionamos en un entorno de crianza caracterizado por prácticas específicas: contacto físico constante, lactancia prolongada, cuidado por múltiples figuras de la comunidad (alocrianza), juego libre y respuesta inmediata a sus necesidades. Todo ello constituía un “nido” biológicamente seguro. Lejos de idealizar el pasado, Narváez subraya que estas prácticas configuran el entorno necesario para el desarrollo de nuestro cerebro. La ausencia de estas condiciones en las sociedades modernas puede tener costes en la regulación emocional y en la construcción de vínculos seguros.
Las pruebas de esta conexión no están únicamente en libros de psicología, sino en los huesos. En el yacimiento de Panga ya Saidi, en Kenia, se halló el entierro intencionado de un niño de unos tres años, datado en 78.000 años de antigüedad. La comunidad lo había envuelto en un lecho vegetal, cuidadosamente colocado. Fue una despedida. Fue un ritual. Y lo fue también en Eurasia, en lugares como Sungir o Qafzeh, donde niños fueron enterrados con objetos simbólicos de protección. Los cuidaron no solo mientras vivían, también después. 
Unos milenios más tarde, entre el 28.000 y el 25.000 a. C., surgieron figuras como la Venus de Willendorf: mujeres con vientres abultados, grandes senos, cuerpos que narran fertilidad y vigor. En ellas, lo erótico, lo vital y lo maternal se funden en un mismo lenguaje, donde la vida buscaba asegurarse su continuidad.
Los estudios etnográficos de sociedades cazadoras-recolectoras actuales nos revelan la práctica de la alocrianza como una responsabilidad comunitaria, compartida por múltiples adultos, crucial para la supervivencia y la transmisión de conocimientos.
Los bebés, entonces como ahora, buscaban el pecho, el olor, la voz. Lloraban si no había respuesta. Y los adultos, entonces como ahora, respondían meciéndolos, alimentándolos, acariciándolos. No porque entendieran el trauma, ni porque hubieran leído a Bowlby sobre la importancia del apego, sino porque sabían, sin necesidad de palabras, que un niño abandonado es un niño muerto. Y que un niño cuidado tenía más probabilidades de continuar la historia. En esos tiempos, el apego era supervivencia. Antes del lenguaje, antes de los mitos, fue el cuerpo el que habló.

Del campo a la modernidad: miradas sobre la niñez 

Con la Revolución Neolítica la agricultura exigía trabajo constante y la continuidad de la familia se volvió un recurso estratégico. En las sociedades cazadoras-recolectoras, los niños aprendían mirando, imitando, jugando, explorando, y poco a poco se incorporaban a las tareas de la comunidad. Ese modo de aprender está bien documentado en etnografías actuales, donde el juego y la observación se entrelazan con la transmisión de saberes. Pero con el asentamiento agrícola, ese aporte dejó de ser un entrenamiento gradual y se volvió una exigencia directa: trabajar la tierra, cuidar animales, heredar y sostener el linaje. La niñez empezó entonces a medirse también en términos de utilidad productiva.

En las civilizaciones antiguas, como Grecia y Roma, esa visión se agudizó. Mientras los hijos de las élites recibían educación para futuros roles de ciudadanía y liderazgo, los de clases humildes o esclavizadas eran considerados ante todo como fuerza de trabajo o incluso propiedad. El poder del pater familias en Roma se extendía hasta la vida y la muerte de los hijos, y el infanticidio era tolerado en situaciones de escasez o malformaciones.

No obstante, también existía una intención formativa: se buscaba inculcar disciplina, transmitir valores cívicos, preparar para los deberes de la comunidad. La infancia oscilaba entre el afecto y la utilidad, entre ser cuidada y ser disciplinada. El apego estaba presente, pero moldeado por las necesidades del mundo adulto y atravesado por jerarquías sociales que determinaban qué infancia merecía ser protegida y cuál era sacrificable.

Durante la Edad Media, con el cristianismo como columna vertebral del pensamiento, el alma pasó a ser inmortal y moral. El niño tenía alma, sí, pero esta se percibía como algo que debía ser purificado. El concepto del pecado original convertía la infancia en un campo de batalla espiritual. San Agustín, en sus Confesiones, observa en los bebés signos de deseo y celos, interpretándolos como manifestaciones tempranas del pecado original. Para él, la infancia no era un estado de inocencia pura, sino la confirmación de que el ser humano, desde el inicio de su vida, necesitaba de la gracia divina para ser redimido. Esta mirada influyó profundamente en la pedagogía cristiana de la Edad Media, donde el énfasis estuvo más en la disciplina y la salvación del alma que en la comprensión del mundo emocional del niño.

Con el Renacimiento empezaron a escribirse tratados sobre educación y crianza, aunque el niño seguía viéndose como un adulto "en espera". El racionalismo de Descartes no elaboró una teoría sobre la infancia, pero sí afianzó la supremacía de la razón sobre el cuerpo y las pasiones. En el clima intelectual de la época, esta división se tradujo en una pedagogía que concebía los primeros años como un tiempo de domesticación del cuerpo y de preparación para el acceso a la claridad racional de la adultez.

El gran giro lo dio Jean-Jacques Rousseau, en Émile (1762) afirmó que “la naturaleza quiere que los niños sean niños antes que hombres”. Con él, la niñez dejó de ser concebida solo como preparación para la adultez y empezó a reconocerse como una etapa con valor propio.
Sin embargo, el reconocimiento de Rousseau no borró una realidad que acompañó a la humanidad durante siglos: la altísima mortalidad infantil. Morían tantos niños en los primeros años de vida que la pregunta inevitable era si los padres se permitían apegarse sabiendo que podían perderlos.

En el siglo XX, el psicohistoriador Lloyd de Mause defendió que esa fragilidad había llevado a muchos adultos a mantener cierta distancia emocional como mecanismo de defensa. Según él, la historia de la infancia estaba marcada por desapego y violencia. Sin embargo, la historiadora Linda Pollock revisó miles de cartas y diarios entre los siglos XVI y XVIII y encontró un matiz distinto: padres que lloraban a sus hijos, que expresaban duelo profundo, aunque de un modo diferente al actual. Incluso la disciplina más estricta podía ser leída como un intento de preparar al niño para sobrevivir en un mundo hostil.
Entre una visión sombría y otra más compasiva, el apego siempre estuvo allí, pero sus formas dependieron del contexto, de la dureza del entorno y de las creencias de cada época.

Ese trasfondo de pérdidas y contradicciones desembocó en la modernidad. Con el siglo XX llegó una nueva revolución en la forma de mirar a la infancia. La psicología, que buscaba afirmarse como ciencia, se convirtió en escenario de disputas: distintas corrientes competían por definir cómo entender al niño y su desarrollo.

En la primera mitad del siglo XX, el conductismo se había convertido en la corriente dominante. John Watson, en Psychological Care of Infant and Child (1928), llegó a recomendar que los padres evitaran abrazar o besar a sus hijos, convencido de que la cercanía afectiva debilitaba la autonomía y el carácter. B. F. Skinner, con el condicionamiento operante, situaba en el refuerzo los motores del aprendizaje. Dentro de este marco, el apego no se concebía como una necesidad primaria, sino como un impulso secundario, fruto de asociar a la madre con la comida. Décadas más tarde, el psicólogo Alfie Kohn criticaría esta herencia conductista al señalar que tanto los castigos como las recompensas reducen la relación con los niños a un sistema de control externo, socavando su motivación intrínseca. Pero ya en los años cincuenta, los impactantes experimentos de Harry Harlow con crías de macaco habían empezado a resquebrajar esa visión: incluso cuando el alimento estaba en otro lugar, las crías preferían el calor y la suavidad de la “madre de felpa”.

En paralelo al dominio del conductismo, el psicoanálisis no dejó de mirar a la infancia. Allí emergió la figura de Anna Freud, hija menor de Sigmund Freud, pionera en el psicoanálisis infantil. Desde la Clínica Hampstead en Londres, y especialmente a través de su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial con niños desplazados, Anna Freud subrayó que los pequeños no podían ser tratados como adultos en miniatura, necesitaban métodos propios, acordes a su desarrollo. En War and Children (1943) documentó el profundo impacto de la separación y la pérdida en la vida emocional infantil, mostrando cómo la guerra se inscribía en sus cuerpos y vínculos. Su trabajo se centró en los mecanismos de defensa y en la adaptación del yo en la infancia, pero su contribución más amplia fue legitimar el estudio clínico de los niños como sujetos con voz propia.

Junto a ella, destacó también Donald Winnicott, pediatra y psicoanalista inglés, que aportó un matiz fundamental con su concepto de la madre suficientemente buena (good enough mother). Aunque en el contexto de su época Winnicott hablaba de la madre biológica, hoy entendemos que esta función de sostén puede ser ejercida por cualquier figura de apego estable. Para Winnicott, el desarrollo saludable no dependía de una perfección , sino de una presencia sensible y suficientemente consistente que, aun con errores y cansancio, sostuviera la experiencia emocional del niño. Esta idea ofreció un contrapeso humanizador frente al conductismo, al recordar que lo esencial para el crecimiento no es la ausencia de errores, sino la continuidad de un cuidado suficientemente bueno.

En ese terreno de ideas y tensiones apareció la figura que marcaría un antes y un después: John Bowlby. Su propia biografía ya anticipaba la semilla de su teoría. Hijo de una familia acomodada, pasó buena parte de su infancia al cuidado de niñeras y fue enviado a un internado a los siete años. Años después reconocería cuánto lo había marcado esa experiencia de distancia y desarraigo.

Al reunir las evidencias clínicas y científicas de su tiempo, desde la observación directa hasta la etología, pasando por la biología evolutiva, Bowlby llegó a una convicción simple y revolucionaria: en la infancia nos jugamos el desarrollo del ser humano. En 1951 lo plasmó en su informe para la Organización Mundial de la Salud, Maternal Care and Mental Health, donde afirmó que la falta de un vínculo estable en los primeros años podía tener consecuencias graves y duraderas.

La teoría del apego nació así como un nuevo paradigma. No se trataba solo de hablar del amor maternal ni de los vínculos familiares en clave cultural, sino de reconocer que los bebés nacen con un sistema biológico diseñado para buscar proximidad, seguridad y cuidado. El apego no era un lujo afectivo, era un mecanismo de supervivencia, tan esencial como el alimento o el refugio.

A esta convicción se sumaron pruebas contundentes. El pediatra René Spitz estudió a bebés en orfanatos y hospitales que, aunque recibían alimento e higiene, languidecían sin una figura estable que los sostuviera. Describió la depresión anaclítica, fruto de separaciones prolongadas, y el hospitalismo, un deterioro profundo causado por la falta de afecto. Los niños se volvían apáticos, perdían peso, dejaban de responder. Algunos incluso morían.

Poco después, el trabajador social James Robertson aportó imágenes que nadie pudo ignorar. En su cortometraje A Two-Year-Old Goes to Hospital (1952), siguió a una niña de dos años ingresada sin la compañía de sus padres. La cámara mostró su paso de la protesta al llanto inconsolable, y de ahí a una calma aparente que en realidad escondía desconexión emocional. Aquella película impactó a médicos, enfermeras y familias, y contribuyó a cambiar políticas hospitalarias.

Con Spitz y Robertson, la intuición de Bowlby encontró rostro y cuerpo: la ausencia de apego no era una teoría abstracta, sino un dolor visible, medible y devastador.

La teoría del apego no se quedó en los despachos ni en las aulas de psicología. Su eco se expandió en hospitales, escuelas y políticas sociales. Por primera vez se hablaba del derecho del niño a ser cuidado, de la importancia de la presencia estable de una figura afectiva y de la necesidad de que las instituciones acompañaran ese vínculo en lugar de quebrarlo.

Lo que Bowlby planteó parecía casi obvio, que un niño necesita a alguien que lo sostenga emocionalmente, pero fue radical en un tiempo en el que se recomendaba la distancia y la frialdad como norma de crianza. Su enfoque tejió un puente entre biología, psicología y cultura: el apego no era solo asunto privado de las familias, sino un bien social que debía ser protegido.

En las décadas posteriores, la teoría inspiró nuevas investigaciones, guió prácticas clínicas y ayudó a reformar instituciones. Las salas de maternidad empezaron a permitir el contacto inmediato entre madre y bebé, los hospitales revisaron las separaciones innecesarias y, poco a poco, se extendió la conciencia de que la infancia temprana era una etapa delicada, cargada de memoria y de huellas emocionales que podían durar toda la vida.

Aun así, la historia siguió recordándonos que el apego no depende solo del calor del hogar, sino también de la seguridad colectiva. Un ejemplo estremecedor fue el llamado síndrome de resignación, observado en Suecia en hijos de familias refugiadas a punto de ser deportadas. Niños que, aun con alimento y cuidados médicos, entraban en un estado similar al coma: dejaban de hablar, de moverse, de comer, como si su cuerpo dijera lo que sus palabras no podían. Era la expresión más cruda de una desconexión vital: sin horizonte de pertenencia, sin comunidad que los sostuviera, el vínculo se apagaba desde dentro.

Los dilemas de la crianza contemporánea

El secreto de adaptación del ser humano reside en nuestra capacidad de cooperar. Y sin vínculo no habría cooperación. Pero este poder de vínculo, tiene también una cara oculta. Madeline Miller, en su novela Circe, ofrece una de las descripciones más descarnadas y bellas sobre lo que supone entregarse al vínculo:

“Lo miraba y sentía un amor tan intenso que parecía que se me abrían las carnes. Hice una lista de todas las cosas que sería capaz de hacer por él: escaldarme la piel, arrancarme los ojos, caminar descalza hasta dejarme los pies en carne viva, si con ello conseguía que él estuviera sano y feliz.”

En medio del agotamiento, la diosa se enfrenta a la crudeza de lo terrenal al convertirse en madre. Miller pone palabras a una vivencia que los libros de historia a menudo callan:

“Sentía su pérdida como si me arrancaran un miembro. Deseaba arrojarlo de mi lado, pero en lugar de eso, seguía caminando con él en la oscuridad, paseando de un lado a otro ante las olas y, a cada paso, añoraba mi antigua vida.”

Amor y cansancio. Deseo de huir y decisión de quedarse. Esa pérdida minuciosa de sí misma revela otra cara del apego, la que no nace solo de la necesidad del niño, sino también de la elección diaria, voluntaria y silenciosa de quien cuida.

Esta escena, escrita miles de años después del Paleolítico, desnuda una verdad que nos atraviesa desde entonces: la maternidad transforma a la humanidad una y otra vez. Siglo tras siglo. Parto tras parto. En todas las culturas. En cada nacimiento. El apego se forma en la presencia amorosa, pero también en la sombra y en la maternidad sin aplausos. En ese paso arrastrado que, aun exhausto, sigue adelante.

Actualmente nos encontramos ante un dilema que define a nuestra generación bisagra: sabemos más que nunca sobre la importancia del apego, pero vivimos en un sistema que nos impone ritmos que drenan nuestro tiempo y energía. ¿Cómo sostenemos el vínculo en medio del agotamiento y qué grietas podemos abrir en esta maquinaria para que nuestros hijos sigan recibiendo lo único que ninguna tablet puede darles: una presencia que les diga te veo, estoy contigo. Esta dificultad de estar presentes, acompañar, dar cobijo, no es porque hayamos olvidado lo que Bowlby nos recordó, sino porque habitamos una estructura social que desvía la atención. Trabajamos demasiadas horas. Llegamos exhaustos. Y la atención se escurre hacia una pantalla que suplanta la cercanía.

El sistema confunde productividad con valor humano y el precio lo pagamos en horas robadas que nunca vuelven.

El cuidado, ese trabajo invisible de madres, padres y cuidadores, ha sostenido la vida a lo largo de los siglos. Sin él, ninguna cultura habría sobrevivido. Y, sin embargo, pocas veces se le ha dado el valor que merece, como si fuera secundario frente a otros logros. Hoy lo vemos también en un dilema contemporáneo: cada vez menos personas eligen tener hijos y, entre las múltiples razones, está el hecho de que el cuidado se vive de forma individualizada, cuando en realidad cobra sentido como responsabilidad compartida.

Frente a la prisa del sistema productivo, la comparación infinita de Instagram o los consejos en cascada de TikTok, el vínculo reclama tiempo, sosiego y calma. El vínculo se nutre en lo pequeño, en la intencionalidad de rescatar unos minutos de juego al día, sostener una mirada antes de dormir, pronunciar, en medio de la vorágine, un te quiero. Hacer de lo cotidiano, un lugar de encuentro.
No cambiaremos el sistema solos. Pero cada gesto es semilla de un futuro distinto.

El apego no se hereda solo del pasado. Se construye aquí, en nuestro presente, paso a paso. Aunque pese el cansancio. Aunque el mundo insista en empujar en otra dirección.

Hay a tu lado, otra mirada que te ve.
Referencias
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Escrito por Miriam Fernández

Cofundadora de Nirakara y Directora del Área de Mindfulparenting, crianza y neurociencia.