Jun 20 / Miriam Fernández

El lado oculto de la crianza respetuosa

En los años 80 y 90, muchos niños crecimos en hogares donde la mano firme y la palabra dura eran la norma. La disciplina física y los gritos se aceptaban como el precio de la obediencia. Padres y madres alternaban el “esto es así porque lo digo yo” con algún gesto de ternura, atrapados entre la tradición y los primeros indicios de cambio.

A partir del año 2000, algo empezó a moverse. Políticas públicas, psicología y educación se aliaron para proponer otra forma de criar: más diálogo, menos castigo; más escucha, menos miedo. Campañas contra la violencia en el hogar y nuevas leyes de protección a la infancia nos empujaron a mirarnos al espejo y preguntarnos: ¿es este el legado que queremos dejar?. El último Barómetro de la Infancia lo deja claro: hoy solo un 12% de los padres reconoce recurrir al castigo físico, frente al 50% de hace tres décadas. Pero los viejos gestos resisten. Gritos, amenazas y chantajes emocionales aún viven en el 60% de los hogares, aunque ahora los padres los ven más como un traspié, que como una costumbre.

Es fácil celebrar el avance. Nunca ha habido tanto interés en la crianza respetuosa ni tantos talleres, libros y debates públicos. Pero los automatismos no desaparecen por arte de magia. Aparecen cuando el cansancio pesa más que la paciencia y nos faltan herramientas emocionales. La pandemia, con su presión inesperada, lo demostró: incluso los padres más informados pueden caer en viejos patrones que se resisten a morir.

Hoy la crianza respetuosa se ve como la alternativa sensata a esos viejos modelos autoritarios. Pero experiencia y evidencia nos avisan: bajo la amabilidad también puede esconderse la trampa de la permisividad.

A veces, por miedo a causar dolor, acabamos diluyendo los límites. Dejamos de ocupar nuestro lugar como adultos, como guías y sostén, y terminamos provocando lo que queríamos evitar: la inseguridad.
El equilibrio entre el cuidado amoroso y un liderazgo sereno no solo influye en el comportamiento infantil: también moldea el cerebro en desarrollo. Allan Schore, de la UCLA, lo explica claro: los primeros años no solo sirven para aprender conductas. Son el terreno donde el cerebro teje las conexiones que permiten regular emociones y manejar el estrés.

Los niños sienten incertidumbre con los límites difusos. Sienten que el adulto duda o no se atreve a ocupar su sitio. Para la biología, no importa si la desprotección es real o simbólica: el sistema de alerta se activa igual. El cerebro infantil, sobre todo su sistema de estrés, puede quedar sobrecargado. Con el tiempo, eso se convierte en ansiedad y dificultad para autorregularse. 

En cambio, cuando el adulto guía con calma y pone límites claros, sin perder la calidez, actúa como regulador externo del sistema nervioso del niño. Ruth Feldman, psicóloga y neurocientífica, lo describe así: el adulto es la base segura desde la que el niño explora y crece.

No se trata de controlar ni de sofocar la espontaneidad. Se trata de que, ante el conflicto o la adversidad, el niño sepa que hay un adulto que sostiene y decide. Ese espacio de contención, no es rigidez sino refugio. Permite al niño sentir frustración, enfado o tristeza, sabiendo que hay alguien a su lado que acompaña y mantiene la perspectiva.

Ese modo de estar favorece un desarrollo saludable en regiones clave del cerebro, como la corteza prefrontal, responsable de la autorregulación y la toma de decisiones. Según Daniel Siegel, autor de The Whole-Brain Child, es el mayor predictor de resiliencia futura.

En la práctica, esto significa atreverse a decir “no” con amor, mantener límites claros y acompañar las tormentas emocionales sin romper el vínculo. Ese sostén es, en el fondo, el verdadero acto de cuidado.

Liderar es entender que los límites no son muros que encierran, sino barandillas en un puente: le dan al niño la seguridad para avanzar sin miedo a caer. Un límite auténtico siempre es a favor de algo; la confianza, el aprendizaje, la autonomía. Solo cuando entendemos ese para qué, podemos transmitirlo sin rigidez ni titubeos. Por eso, antes de decir “no”, conviene preguntarse: ¿En qué estado emocional me encuentro?, ¿para qué lo hago?. Diana Baumrind ya mostró que no es lo mismo poner un límite por miedo o costumbre que hacerlo convencidos de que es necesario para el desarrollo y la seguridad del niño.

Se trata de preparar a nuestros hijos para el camino, no de allanarles la vida para que nunca tropiecen. El objetivo es que puedan construir los recursos internos para afrontar los desafíos que vendrán.

Sabemos que el castigo, sea físico o verbal, no solo es ineficaz a largo plazo, sino que también perjudica el desarrollo emocional y social del niño. Lo que antes llamábamos “mala conducta” es, la mayoría de las veces, una habilidad aún no adquirida. Ross Greene lo resume en una frase: “los niños hacen bien si pueden”. No se trata de niños que “no quieren”, sino de niños que “todavía no pueden” y que necesitan nuestro acompañamiento paciente.

Y aun sabiendo todo esto, poner límites y liderar no es fácil. Nuestras heridas infantiles o el miedo a dañar la relación con nuestros hijos pueden enturbiar la decisión y desdibujar la línea entre cuidar y complacer.

Por otro lado, la falta de apoyo sociocultural puede hacer que criar con respeto se viva en soledad. En muchas familias y comunidades, el castigo o el control autoritario aún se ven como métodos eficaces para educar. Se interpreta el comportamiento infantil como un asunto de obediencia, no de habilidades en desarrollo. Así, cualquier desviación de la norma suele corregirse con reproche, control o imposición.

Otro reto es saber elegir las batallas. Cada conflicto consume energía, y no todos merecen la misma. A veces conviene retirarse, otras atravesar el desacuerdo como sea. Pero antes de entrar en lucha, es útil preguntarse si esa situación incómoda la estamos viviendo como un ataque personal. Si vemos a nuestro hijo como “el enemigo”, dejamos de hablar de límites y entramos en una lucha de poder. ¿Queremos tener razón por encima de lo que nuestro hijo necesita en ese momento?. Poner un límite es preguntarnos: ¿qué habilidad necesita desarrollar ahora mi hijo?¿paciencia, resiliencia, tolerancia a la frustración? y, cómo puedo acompañarle en ese aprendizaje, en vez de solo lograr que me obedezca. No niego que esto último es tentador y gratificante al instante. Pero basta mirar atrás, o escuchar a los expertos, para reconocer el coste de repetir el abuso de poder.

Me permito un momento de honestidad: yo misma he sentido muchas veces la duda, la culpa o el temor de ser demasiado estricta o permisiva. Hay días en que, agotada, digo “sí” solo para evitar una discusión, aunque sé que mantener el límite sería mejor. Y no siempre es fácil sostenerlo, sobre todo cuando pesan el cansancio y la incertidumbre.

Ser madre o padre hoy es, en muchos sentidos, un acto de valentía. Somos generaciones bisagra: intentamos romper inercias profundas y modelos que durante décadas o siglos funcionaron por repetición y miedo,más que por reflexión y cuidado. Queremos dar a nuestros hijos algo diferente de lo que recibimos, pero el peso de la tradición y las voces del pasado a menudo atraviesan nuestro día a día. Caminamos a tientas, dudando de cada decisión, preguntándonos si lo estaremos haciendo bien.

En este camino, es vital tratarnos con más reconocimiento por nuestra labor y menos autoexigencia. Queremos dar lo mejor, y no siempre lo conseguimos. Hay días en que fallamos, que nos sale lo de siempre, que levantamos la voz o cedemos cuando no queremos. Lo importante es reconocerlo, pedir perdón si hace falta y seguir adelante. Nuestros hijos también aprenden de cómo gestionamos nuestros errores, de cómo avanzamos pese a las dudas y contradicciones. No hay que ser perfectos para amar y acompañar.

Puede que la paradoja de la crianza respetuosa resida en que: al intentar proteger a nuestros hijos del malestar, corremos el riesgo de darles un mundo incierto, donde la seguridad se diluye. Y sin embargo, lo que más necesitan no es un adulto que imponga, sino alguien que guíe desde la certeza, la conexión y la confianza en el proceso de crecer juntos.

A veces imagino cómo nos sentiríamos si, hoy, nuestro padre o madre se acercara y dijera simplemente: “Lo hice lo mejor que supe, y ahora veo que podría haberte acompañado de otra manera. Lo siento. Quiero estar aquí para ti”.

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Escrito por Miriam Fernández

Cofundadora de Nirakara y Directora del Área de Mindfulparenting, crianza y neurociencia.