¿Qué dice el cuerpo sobre nuestra salud mental?
Tradicionalmente, cuando pensamos en emociones o trastornos afectivos como la ansiedad o la depresión, tendemos a dirigir nuestra atención a regiones cerebrales como la amígdala o el hipocampo. Pero en los últimos años, se ha hecho evidente que el panorama es mucho más complejo. Nos estábamos olvidando de algo esencial: la información que proviene del propio cuerpo. La forma en que el cerebro interpreta las señales de nuestras vísceras (viscerocepción), o de músculos y tendones (propiocepción) juega un rol fundamental en nuestro bienestar psicológico. Todo este flujo de información que llega desde el interior del cuerpo al cerebro se integra, en una artículo de revisión muy interesante, de Krieger y Skibicka, bajo el concepto de interocepción.
La interocepción es la capacidad de percibir y procesar las señales internas del cuerpo —hambre, ritmo cardíaco, tensión visceral, entre otras—. Estas señales llegan al cerebro por vías hormonales y neuronales. Aunque los autores equiparan interocepción y consciencia corporal otras investigadoras como Lisa Feldman Barrett —y la mayoría de los fisiólogos— sostienen, que no son lo mismo. La interocepción es el flujo continuo de información que el cerebro recibe y procesa; la conciencia corporal es solo una pequeña porción de ese flujo, la parte que se convierte en experiencia subjetiva: sentir cansancio, hambre o hinchazón después de comer en exceso.
Ya a principios del siglo XX, las teorías fisiológicas de la emoción postulaban que lo que sentimos físicamente no es solo una consecuencia de una emoción, sino parte esencial de su creación, - e incluso su principal motor. Tiene mucho sentido, pues al fin y al cabo, las emociones son respuestas de adaptación a las demandas del cuerpo. Por ejemplo, si estás pasando por una inflamación aguda o por la infección de un virus, es normal que el cuerpo genere emociones que te lleven a preservar, de alguna forma, tu energía. Te meterás en la cama, minimizarás las interacciones sociales y tendrás menos motivación para realizar tus actividades cotidianas. Es lo que se conoce como “comportamiento de enfermedad”. En la misma linea de razonamiento, los autores proponen que un corazón acelerado no sería solo una consecuencia de la ansiedad, sino también el origen de la emoción, o bien, un amplificador de de la misma. ¿Y si existiera un sustrato interoceptivo en los trastornos afectivos?
Las personas que padecen trastornos emocionales a menudo muestran una percepción alterada de su mundo interoceptivo. Quienes sufren ansiedad, por ejemplo, reportan una conciencia muy agudizada de las señales corporales, y además, esta percepción, puede estar distorsionada: un aumento del ritmo cardíaco tras hacer ejercicio podría ser interpretado erróneamente como el inicio de un ataque de pánico. Por otro lado, en personas con depresión, se ha observado una menor precisión para detectar esas mismas señales internas, como si el volumen de su “sentido interno” estuviera bajado.
Existe una gran vía de comunicación entre los órganos y el cerebro: el nervio vago. El nervio vago es una importante vía de comunicación entre los órganos internos, como el intestino o el hígado, y el cerebro. Forma parte del sistema nervioso autónomo, que controla las funciones corporales involuntarias. Específicamente, pertenece al sistema parasimpático, el cual se activa en estados de reposo o relajación. Cuando el nervio vago actúa, reduce la velocidad del corazón y ajusta la respiración a través de centros nerviosos en el bulbo raquídeo. También permite que el corazón varíe su ritmo con más facilidad, lo que se conoce como variabilidad del ritmo cardíaco.
Ya a principios del siglo XX, las teorías fisiológicas de la emoción postulaban que lo que sentimos físicamente no es solo una consecuencia de una emoción, sino parte esencial de su creación, - e incluso su principal motor. Tiene mucho sentido, pues al fin y al cabo, las emociones son respuestas de adaptación a las demandas del cuerpo. Por ejemplo, si estás pasando por una inflamación aguda o por la infección de un virus, es normal que el cuerpo genere emociones que te lleven a preservar, de alguna forma, tu energía. Te meterás en la cama, minimizarás las interacciones sociales y tendrás menos motivación para realizar tus actividades cotidianas. Es lo que se conoce como “comportamiento de enfermedad”. En la misma linea de razonamiento, los autores proponen que un corazón acelerado no sería solo una consecuencia de la ansiedad, sino también el origen de la emoción, o bien, un amplificador de de la misma. ¿Y si existiera un sustrato interoceptivo en los trastornos afectivos?
Las personas que padecen trastornos emocionales a menudo muestran una percepción alterada de su mundo interoceptivo. Quienes sufren ansiedad, por ejemplo, reportan una conciencia muy agudizada de las señales corporales, y además, esta percepción, puede estar distorsionada: un aumento del ritmo cardíaco tras hacer ejercicio podría ser interpretado erróneamente como el inicio de un ataque de pánico. Por otro lado, en personas con depresión, se ha observado una menor precisión para detectar esas mismas señales internas, como si el volumen de su “sentido interno” estuviera bajado.
Existe una gran vía de comunicación entre los órganos y el cerebro: el nervio vago. El nervio vago es una importante vía de comunicación entre los órganos internos, como el intestino o el hígado, y el cerebro. Forma parte del sistema nervioso autónomo, que controla las funciones corporales involuntarias. Específicamente, pertenece al sistema parasimpático, el cual se activa en estados de reposo o relajación. Cuando el nervio vago actúa, reduce la velocidad del corazón y ajusta la respiración a través de centros nerviosos en el bulbo raquídeo. También permite que el corazón varíe su ritmo con más facilidad, lo que se conoce como variabilidad del ritmo cardíaco.
Pero la mayoría de fibras del nervio vago no son eferentes (es decir, no envían órdenes del cerebro al cuerpo), sino, aferentes, o sea, recogen información de órganos y lo envían al cerebro. De hecho, su nombre, 'vago' (del latín vagari, que significa errar o deambular), refleja cómo este nervio 'viaja' por el cuerpo. Actúa como un gran río que recoge las aguas de múltiples afluentes —la información de los distintos órganos— y las conduce hacia los centros de procesamiento en el cerebro."

El nervio vago y la ansiedad
Algunos estudios en ratas muestran un resultado sugerente: cuando se cortan las vías sensoriales del nervio vago que ascienden desde el abdomen al cerebro (lo que se conoce como desaferentación vagal subdiafragmática), la ansiedad de los animales disminuye. Lo curioso es que estimular eléctricamente el nervio vago izquierdo también reduce la ansiedad, no solo en ratas, sino también en humanos. ¿Cómo puede ser posible que la inhibición del nervio vago y la estimulación tengan un efecto similar en la ansiedad?
Esta aparente contradicción tiene una explicación. Por un lado, cuando se interrumpe la vía de señalización interoceptiva que transmite información del cuerpo al cerebro, el sistema nervioso central deja de recibir noticias sobre los cambios fisiológicos internos. En modelos animales, esta desconexión genera un curioso efecto de tipo “no news, good news”: la ausencia de señales corporales parece interpretarse como ausencia de amenaza. En consecuencia, los ratones muestran una reducción significativa en los niveles de ansiedad.

Por otro lado, la estimulación del nervio vago es una técnica neuromoduladora que consiste en activar eléctricamente este nervio para influir sobre funciones cerebrales y viscerales, y puede aplicarse de forma invasiva, mediante un implante quirúrgico, o no invasiva, a través de dispositivos que estimulan zonas accesibles como el pabellón auricular o el cuello.
Se cree que la estimulación del nervio vago actúa principalmente sobre las señales que descienden del cerebro al cuerpo. En concreto, activar sus fibras eferentes (motoras) reduce la frecuencia cardíaca y el ritmo respiratorio, entre otros muchos efectos que conforman una respuesta de relajación mediada por un aumento del tono parasimpático.
Una prueba clave de que el efecto ansiolítico de la estimulación vagal se debe esencialmente a estas fibras eferentes es que, cuando se bloquean químicamente, la estimulación eléctrica del nervio vago pierde su eficacia. Esto se ha demostrado mediante el uso de antagonistas muscarínicos, que impiden la acción de la acetilcolina —el principal neurotransmisor parasimpático— sobre los tejidos periféricos. Sin esta acción colinérgica, el vago deja de ejercer su influencia calmante sobre órganos como el corazón o los pulmones, y con ello, desaparece el efecto tranquilizante de la estimulación.
En humanos, también se han identificado formas de estimulación del nervio vago que no requieren electricidad —es decir, técnicas “a prueba de apagones”—. Entre las más utilizadas se encuentran las técnicas de relajación profunda, la respiración lenta y diafragmática, algunas formas de mindfulness centradas en la atención al cuerpo, y los baños de agua fría. Todas estas prácticas activan el nervio vago de forma indirecta, promoviendo un aumento del tono parasimpático y modulando así el estado emocional.
El hecho de que los estados emocionales puedan modularse tanto mediante la estimulación como mediante la inhibición del nervio vago invita a replantearnos el papel fundamental que este nervio desempeña en la génesis y regulación de las emociones.
Las emociones ocurren en el cuerpo
Hsueh y colegas utilizaron un marcapasos optogenético para controlar la frecuencia cardíaca de ratones en movimiento libre. Descubrieron que inducir taquicardia —es decir, acelerar artificialmente el ritmo del corazón— incrementaba de forma significativa la conducta ansiosa.
Sin embargo, este efecto no es universal. En condiciones normales, un corazón acelerado solo intensifica la sensación de amenaza si existe un peligro real en el entorno. La señal interoceptiva (taquicardia) actúa entonces como un amplificador de una señal exteroceptiva (como la presencia de un depredador). En cambio, si el aumento del ritmo cardíaco se debe al ejercicio físico, no se desencadena esa respuesta ansiosa. Un corazón que late rápido sugiere peligro cuando vemos un oso, pero no cuando estamos corriendo. Este mecanismo de integración entre señales corporales y contextuales podría estar desorganizado en personas con trastornos de ansiedad o depresión.
El estado metabólico también modula la respuesta emocional. Un ratón hambriento, por ejemplo, muestra menos ansiedad ante un depredador. Esta aparente imprudencia tiene lógica evolutiva: la urgencia por conseguir alimento se impone momentáneamente a la cautela. El animal se aventura más, aumentando sus probabilidades de supervivencia. Esta osadía no es arbitraria: está regulada por señales del tracto gastrointestinal transmitidas al cerebro por neuronas sensoriales vagales, que ajustan el comportamiento en función del estado de nutrición. Una vez saciado, el equilibrio se invierte: la prioridad vuelve a ser la autoprotección y el comportamiento de evitación recupera protagonismo.
Este mecanismo no es exclusivo de los roedores. En humanos, también se han observado efectos ansiolíticos asociados al ayuno o la restricción calórica, lo que sugiere que esta antigua alianza entre hambre y osadía evolutiva persiste en nuestra especie.
Las señales aferentes vagales permiten ajustar nuestras emociones en función del estado interno del organismo, activando o inhibiendo conductas de exploración o de evitación. Todo ello apunta a una idea profundamente sugerente:
La interconexión cuerpo-mente se vuelve aún más evidente al observar condiciones médicas que alteran directamente los canales de comunicación internos. El síndrome del intestino irritable, por ejemplo, interfiere con las señales interoceptivas del sistema digestivo. Se estima que entre un 25 % y un 35 % de quienes lo padecen también cumplen criterios diagnósticos para ansiedad o depresión. Esta alta comorbilidad subraya la profunda interdependencia entre el bienestar mental y la orquesta —o, en ocasiones, la cacofonía— de señales fisiológicas que emanan desde nuestras vísceras.
Del mismo modo, trastornos metabólicos como la obesidad o la enfermedad del hígado graso no alcohólico presentan tasas elevadas de comorbilidad psiquiátrica.
¿Restaurar la interocepción es tan importante en terapia como cambiar los pensamientos?
El futuro del nervio vago (y la interocepción) para una mente saludable
La disfunción en el sistema de interocepción puede ser un factor de riesgo clave en trastornos como la ansiedad o la depresión. Esto sugiere que restaurar o reorganizar este sistema podría abrir nuevas estrategias terapéuticas para los trastornos afectivos.
En enfermedades como los trastornos gastrointestinales, cardiovasculares o metabólicos —ya de por sí asociados con problemas emocionales— la sensibilidad del nervio vago se altera. Puede volverse excesiva o insuficiente. En ambos casos, el resultado es el mismo: el cerebro recibe señales confusas sobre el estado del cuerpo. Como si escuchara un canal lleno de estática. Este "ruido" afecta la capacidad del cerebro para actualizar su mapa interno del cuerpo. Los modelos actuales explican que, cuando hay un desajuste entre lo que el cerebro espera sentir y lo que realmente recibe, tiende a confiar más en sus creencias previas. Si esas creencias son desadaptativas —como suele ocurrir en los trastornos emocionales—, dominan la percepción interna y empujan la experiencia hacia la ansiedad o la depresión.
Algunas prácticas pueden ayudar a reorganizar esta relación cuerpo-cerebro. El mindfulness, por ejemplo, especialmente cuando se centra en la respiración o en la atención al cuerpo, mejora la señalización vagal. Y con ello, la regulación emocional. La clave está en la aceptación. Para alguien que empieza a practicar mindfulness, quedarse quieto y sentir el cuerpo puede ser desagradable, sobre todo si arrastra estrés acumulado. Pero exponerse a esas sensaciones con una actitud abierta y sin juicio, en un entorno seguro puede cambiar la forma en que el cerebro las interpreta. Con el tiempo, esto puede reducir los síntomas de ansiedad o depresión.
Hay otras técnicas que también estimulan el nervio vago. Una de las más eficaces es la respiración profunda y lenta, que activa de forma directa el sistema parasimpático. A diferencia del mindfulness, que reorganiza la percepción desde la conciencia, la respiración actúa más como la estimulación eléctrica del nervio vago: cambia el tono fisiológico del cuerpo, y con él, la emoción.
Más allá de estas prácticas, una mayor conciencia del papel de la interocepción en la salud mental podría transformar la psicoterapia. Las terapias cognitivas podrían incluir más atención al cuerpo, ayudando al paciente a reinterpretar sensaciones internas antes vistas como amenazantes. Incluso intervenciones más básicas —como mejorar la dieta o incorporar probióticos— deberían integrarse en el enfoque terapéutico. El equilibrio emocional no depende solo del pensamiento: también depende de cómo sentimos el cuerpo por dentro.
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