Dec 4
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Eduardo Jáuregui
¿Y si la meditación fuera un juego?
Espíritu lúdico
“En cuanto el ser humano se da cuenta que es libre,
y quiere usar su libertad,
entonces su actividad se convierte en juego.”
—Jean-Paul Sartre
La palabra “espiritualidad” apunta a asuntos importantes. Diría incluso que apunta a los asuntos MÁS importantes de la existencia humana. Pero tiene la desventaja de que reviste las cosas de un halo mágico y de vestimentas solemnes. Si tratamos las prácticas contemplativas como asuntos “espirituales” puede parecer un club exclusivo para acceder a un Nirvana celestial mediante ascensor dorado y tarjeta de socios. Ahí arriba, entre nubes esponjosas de colores rosáceos, flotan los maestros, las santas, los sabios y las iluminadas, a quienes tratamos con grandes reverencias. Pero, ¿no le falta algo a esta visión idílica? ¿Dónde quedan los baños?
Por otro lado, los caminos “espirituales” tienden a cristalizarse en prácticas rutinarias, ritos vacíos, símbolos sagrados y verdades incuestionables. Todo esto se vuelve tan solemne que ahoga la creatividad, degenerando en una nueva secta de fieles adictos a sus prácticas automatizadas. La diversión, la broma y la risa quedan excomunicadas. En el peor de los casos, quienes cuestionan la ortodoxia acaban en la hoguera.
Creo que tanta trompeta celestial y rito osificado roban a la espiritualidad de su verdadera esencia, que tiene que ver con la vida, la espontaneidad y la autenticidad. No se trata de llegar al Nirvana ni a ningún otro lado. La cosa es mucho más sencilla. Se trata de llegar a ti —a tu verdadera naturaleza imperfecta y cambiante. Se trata de estar aquí, aprovechar lo que tienes a mano y, dentro de lo posible, mejorar el mundo a tu alrededor.
He conocido a personas muy despiertas, muy liberadas, muy “espirituales”, que jamás se han sentado en un cojín de meditación. Artistas, poetas, activistas, profesoras, actrices, científicas, campesinas. Gente apasionada que sabe apreciar cada momento, que se lanza a la aventura de la vida con todas sus consecuencias. La mayoría de ellas, en mi experiencia, tienen menos de doce años. Las que superan esta edad sorprenden más, porque han logrado mantener viva la chispa juguetona de la infancia contra viento y marea.
Del mindfulness al playfulness
Llevo buena parte de mi carrera promoviendo una dimensión espiritual que los adultos, en general, solemos despreciar: nuestro espíritu lúdico. En este post quiero explicar qué sentido puede tener algo tan aparentemente marciano.
Jon Kabat-Zinn explica que la palabra “mindfulness” puede darnos una idea equivocada del asunto. Cuando guiamos este tipo de prácticas los facilitadores insistimos en la importancia de prestar atención con curiosidad. Esta curiosidad a veces la describimos como “amable”, “generosa” o incluso “hospitalaria”, ya que se abre a cualquier experiencia que vayamos a encontrarnos, nos guste o no. Al decir que el mindfulness implica “no juzgar”, nos referimos a esto.
La idea es abrazar aquello que surge en el momento presente, incluso si lo que surge son emociones difíciles como la tristeza, la vergüenza o la ira. Se trata de abrazarlas con la misma ternura con que una madre abraza a su criatura recién nacida, sea cual sea el color de sus ojos o la forma de su nariz. En el fondo de lo que hablamos es del amor —el amor incondicional. De hecho Kabat-Zinn se refiere a la via de mindfulness como un love affair with life (un “enamorarse de la vida”) o un radical act of love (un “acto radical de amor”).
Por lo tanto en vez de llamarlo “mindfulness” podríamos usar la palabra “heartfulness” —o sea estar presente con el corazón. Concretamente con el corazón abierto. La psicóloga Tara Brach, una de las maestras más admiradas del budismo laico en los Estados Unidos, propone que la atención plena y la compasión son como dos alas de un mismo ave, dos vías de consciencia totalmente interdependientes. No pueden separarse. Según Brach, para volar y ser libres hay que equilibrar y desplegar ambas alas.
Por lo tanto en vez de llamarlo “mindfulness” podríamos usar la palabra “heartfulness” —o sea estar presente con el corazón. Concretamente con el corazón abierto. La psicóloga Tara Brach, una de las maestras más admiradas del budismo laico en los Estados Unidos, propone que la atención plena y la compasión son como dos alas de un mismo ave, dos vías de consciencia totalmente interdependientes. No pueden separarse. Según Brach, para volar y ser libres hay que equilibrar y desplegar ambas alas.
Me parece una metáfora perfecta. Excepto que en mi opinión aún le falta algo: ese espíritu lúdico del que hablaba. Llamémoslo playfulness. ¿Te parece menos importante que la atención plena o la compasión? ¡Pamplinas! Las alas son importantes, pero sin las plumas no vas a levantarte del suelo ni un palmo. Las plumas proporcionan al ave su ligereza, y sin ligereza las prácticas espirituales te van a resultar horriblemente pesadas. Te vas a aburrir, te vas a frustrar, te vas a tomar el asunto demasiado en serio. No olvidemos que las plumas sirven para hacer cosquillas. Y para rellenar almohadas con las que montar una guerra en las que nadie se hace daño y todos se divierten.
Aunque no lo parezca hay algo muy profundo en este asunto. Algo que hunde sus raíces en la esencia misma de la humanidad.
El sentido evolutivo del juego
Entre los humanos, y también en numerosas otras especies animales, los jóvenes suelen dedicar buena parte de su tiempo a explorar el entorno y relacionarse con los demás sin ninguna motivación práctica. Dan la máxima prioridad a cosas 100% inútiles. Corren, saltan, luchan y realizan todo tipo de divertidas pruebas y experimentos por pura diversión. Según la etología este peculiar comportamiento surgió en el proceso evolutivo para permitirnos aprender todo aquello que va más allá del instinto. Por eso son los animales más sofisticados —como los delfines y los chimpancés— los que más juegan.
¿Qué decir entonces del complejísimo ser humano? De todos los animales terrestres somos los que menos dependemos del instinto. Los más libres. Los más sociables. Los que más habilidades, conocimientos, herramientas, técnicas, ritos, ideas, identidades, alianzas y otros recursos vamos acumulando a lo largo de la vida. Resulta lógico suponer, por lo tanto, que somos los que más necesitamos jugar. Los que más cosas inútiles debemos hacer. Los que albergamos en nuestro interior el instinto de playfulness más potente. En su célebre libro Homo ludens el historiador Johan Huizinga considera que toda la cultura humana —arte, ciencia, economía, política, religión— surge de este instinto.
Si priváramos a un pequeño ser humano del juego, no solo le condenaríamos a una vida miserable sino que asfixiaríamos su crecimiento. Quedaría desvalido, incompleto, retrasado. Sobre todo en relación a esos conocimientos que no pueden incorporarse mediante la simple lectura o la explicación —por brillante que sea— de una maestra. Jamás aprendería a tomar decisiones, a mover el cuerpo con destreza, a resolver sus problemas, a superar sus miedos, a resistir las tentaciones, a formar amistades.
Cuando unos psicólogos impidieron que un grupo de ratas jugaran durante parte de su desarrollo, estas criaturas se volvieron asustadizas o agresivas, incapaces de relacionarse normalmente. Algunos expertos como Peter Gray creen que la actual crisis de salud mental entre los jóvenes se debe en buena medida a las reducidas oportunidades que tienen hoy en día para jugar libremente. En las últimas décadas ha aumentado en sus vidas el peso del colegio, los deberes y las actividades extraescolares dirigidas por adultos. Mientras tanto la posibilidad de jugar y vivir aventuras lejos de cualquier supervisión —la normalidad hasta los años ochenta— ha desaparecido casi en todas partes. ¿Recuerdas las excursiones en bicicleta de los Goonies o de la pandilla de Verano Azul? En la era de la “crianza ansiosa” (hay incluso quienes hablan de “crianza paranoica”) hemos acabado con todo esto. Pero casi nadie se preocupa por las posibles consecuencias de un cambio histórico tan trascendental.
¿Qué significa jugar?
El juego no puede definirse desde fuera. Es posible tocar el piano en modo lúdico o bajo una presión angustiosa, y lo mismo podría decirse de pintar, dialogar o escalar una montaña. El fenómeno depende de una actitud —la actitud que estoy llamando aquí playfulness. Casi todos los expertos coinciden en que esta actitud tiene que ver con una orientación hacia la actividad en sí, más allá de sus resultados. Jugar, por lo tanto, podría definirse como hacer algo sin más, por el puro disfrute de hacerlo. Pintar por pintar. Conversar por conversar. Pasear por pasear.
Esta forma de actuar choca frontalmente con los valores de nuestra civilización contemporánea, orientada obsesivamente hacia los resultados: el dinero, la fama, las notas, los puntos, las medallas, los trofeos, los corazoncitos de Instagram. Por eso solemos relegar el juego al mundo infantil, e incluso ahí —como acabamos de ver— hay cada vez menos espacio para ello. Desde el colegio en adelante se nos explica que las actividades lúdicas son pueriles, triviales, “pérdidas de tiempo” que hemos de evitar todo lo posible. Sin embargo hay buenos motivos para dudar de este prejuicio.
En su reciente libro Dignos de ser humanos Rutger Bregman defiende la teoría de que Homo Sapiens logró su posición dominante en el ecosistema terrestre justamente por haber conservado una serie de características juveniles en su vida adulta: la amabilidad, la curiosidad y la capacidad de jugar. Bregman nos define como Homo Puppy, “Homo Cachorrito”, porque al igual que los perros —lobos domesticados, no lo olvidemos— parecemos una versión más infantil de nuestros antecesores homínidos.
La antropología física ha documentado que a lo largo de los últimos 200.000 años nuestros esqueletos se volvieron más endebles, nuestros cerebros más pequeños y en general nuestros cuerpos más aniñados: falta de pelo, ojos grandes, mandíbula poco pronunciada. Varios de los principales teóricos de la evolución humana han notado este proceso de “neotenia”. Existen bastantes evidencias de que nuestros antepasados —al igual que los Neandertales con los que compartimos el planeta durante cientos de miles de años— fueron más fuertes y más inteligentes que nosotros. Probablemente fueron también más seriotes y aburridos. Quizás por eso fuimos los seres humanos —los más juveniles, los más flexibles, los más juguetones y sociables— los que sobrevivimos. Por lo menos hasta ahora.
La antropología social también ha comprobado que entre las tribus nómadas como los pigmeos Mbuti o los bosquímanos del Kalahari, la mayoría de las actividades fluyen espontáneas como en un juego que nunca termina. No existe ahí una división clara entre trabajo y ocio, o entre lo sagrado y lo profano. Durante el 99% de la verdadera historia de la humanidad, antes de la irrupción de la agricultura y los imperios militarizados que surgieron casi al mismo tiempo, vivíamos en un verdadero paraíso lúdico. A pesar de lo que puedas haber oído sobre los “cavernícolas” o los pueblos “primitivos”, estas sociedades se han acercado más que ninguna otra a los ideales utópicos de libertad, igualdad, solidaridad y paz que han inspirado tantos movimientos políticos y religiosos a lo largo de la historia.
Hoy en día nuestro impulso lúdico sigue tan vivo como nunca, pero lo reprimimos en la mayoría de los entornos, hasta tal punto que a menudo parecemos haber olvidado cómo darle cauce incluso cuando se nos ofrece la oportunidad. Sorprendentemente esto sucede no solo en el mundo profesional —con su formalidad, prisas y estrés— sino también en el ámbito de las “responsabilidades” familiares y en espacios de ocio invadidos por la competitividad, el networking, el hedonismo y la búsqueda del “éxito” o el reconocimiento social.
La ciencia escondida del juego
¿Qué evidencias empíricas tenemos de la importancia del juego en el mundo adulto? A juzgar por los libros de texto y las revistas científicas indexadas, prácticamente ninguno. Incluso en el ámbito de la psicología positiva, centrada en emociones como la alegría, virtudes como el sentido del humor, o fenómenos como el propio concepto de la felicidad, apenas se cita el juego. Al menos no con ese nombre.
Sin embargo existen varias líneas de investigaciones que se acercan sospechosamente a la definición que acabo de dar de este fenómeno. Por ejemplo cientos de estudios se han centrado en la “motivación intrínseca”, que la investigadora de Harvard Business School Teresa Amabile define como aquello que se hace “principalmente por el interés, la satisfacción y el desafío del propio trabajo —y no por presiones externas”. ¿No es esta una perfecta definición de la actitud de playfulness? Desde hace cincuenta años se han acumulado evidencias convincentes de que la motivación intrínseca fomenta la creatividad, el aprendizaje, el desempeño, las relaciones sociales y el bienestar. ¿No será que JUGAR fomenta la creatividad, el aprendizaje, el desempeño, las relaciones sociales y el bienestar? ¡No, no, por favor! ¡Menudo escándalo!
Quizás la teoría más influyente de la psicología positiva sea la de flow, un concepto que acuñó el genial investigador Mihaly Csikszentmihalyi. ¿Has estado alguna vez tan embebido en algo —escalar una roca, cocinar una lasaña, arreglar un grifo, o mantener una conversación chispeante en la esquina de un bar— que perdiste toda noción del tiempo? Seguro que sí. En esos momentos, no solo desaparecen los relojes sino todos tus problemas, preocupaciones, metas y necesidades. Te da igual lo que los demás puedan pensar de ti. Te da igual todo lo que no sea seguir así. La actividad, que parece fluir sola y sin esfuerzo, lo ocupa todo. Te has fundido con ella. Y ese fundirse es bello, a veces grandioso, en los casos más memorables un embriagador éxtasis. Vitalidad pura.
Pues eso es el flow —también conocido como “experiencia óptima” o “experiencia autotélica”. Difundida en el bestseller internacional Flow: una psicología de la felicidad, ha inspirado cientos de estudios científicos y todo tipo de aplicaciones prácticas que han colocado el flow entre las principales claves del bienestar, la creatividad y el crecimiento humano. El propio Martin Seligman ha reconocido sobre la psicología positiva que “Csikszentmihalyi es el cerebro. Yo soy sólo la voz”.
Pero lo que pocas personas saben es que todo este trabajo surge de una serie de estudios de Csikszentmihalyi sobre el juego en adultos. A principios de los años 70 entrevistó a personas que disfrutaban bailando, pintando, escalando y haciendo todo tipo de actividades por el puro disfrute de hacerlo. En otras palabras: personas que JUGABAN. De hecho, durante los primeros dos o tres años de investigación sobre el fenómeno, no hablaba de “flow”. Empleaba la expresión the experience of playfulness (“la experiencia lúdica”).
La motivación intrínseca y el flow son solo dos ejemplos de cómo los propios científicos hemos evitado usar palabras como “juego” o “jugar” al referirnos al comportamiento adulto. Hay varios otros campos de estudio muy relevantes, como las emociones positivas, la facilitación social o la creatividad. Yo mismo, que llevo tres décadas trabajando en campo de la risa y el humor, he comenzado a entender hace muy recientemente que llevaba todo este tiempo trabajando sobre el juego adulto.
Se trata de un asunto tabú, tan vergonzoso que lo sustituimos por eufemismos a la mínima oportunidad. ¿Qué niveles de experiencia autotélica habéis alcanzado en vuestro equipo de trabajo? Dicho así, jugar parece lo suficientemente aburrido como para que podamos tomárnoslo en serio.
Espíritu lúdico
También en el ámbito de las ciencias contemplativas cabría preguntarse: ¿no estaremos estudiando los beneficios de prácticas lúdicas? ¿Si contemplamos el mundo sin juzgarlo, o actuamos sin apegarnos al resultado, no es eso jugar? ¿La experiencia del flow no recuerda mucho a la experiencia del mindfulness? ¿Qué es la “mente de principiante” de la que hablan en el zen si no la mente de un niño o una niña de dos años?
El protocolo más estudiado en investigaciones científicas es el curso de ocho semanas que diseñó Jon Kabat-Zinn: Reducción del Estrés Basado en Mindfulness (MBSR). A menudo se describen los beneficios de este curso como beneficios de la meditación. Pero ¿es así realmente?
Hace algunas semanas se me ocurrió calcular los minutos que dedican los asistentes de MBSR a la meditación sentada clásica durante las ocho semanas del curso, y me sorprendió descubrir que se trata de menos del 30% de la práctica total. La mayoría de las prácticas son más complejas —más divertidas— que simplemente sentarse sin hacer nada: la exploración corporal, los movimientos de yoga, caminar conscientemente, los diálogos que se realizan en clase “desde la presencia”. Hago notar que en este cálculo incluí sólo las prácticas formales. Si incluimos las informales —llevar la consciencia a tareas cotidianas, a los hobbies o al trabajo— la proporción queda reducida a una fracción mucho menor.
La clave en todos los ejercicios de MBSR es la actitud que se aplica: deliberadamente, con interés y soltando la idea de tener que conseguir cualquier resultado concreto. Suena bastante a lo que hacen los niños y las niñas en cuanto suena la campana del recreo. De hecho a los instructores se nos pide, en la guía oficial del curso, que expliquemos “con claridad” a los participantes la siguiente posibilidad:
…que todo el programa sea abordado como una exploración, “un juego”, una investigación y un reencuentro personal con cualidades de curiosidad e intimidad en relación a nuestras propias vidas.
Interesante que lo de “un juego” se entrecomilla, como si les diera a las autoras de la guía, Lynn Koerbel y Florence Meleo-Meyer, un cierto pudor manejar este término. O como si quisieran distanciarse, de esta manera, de todas las connotaciones negativas del término en nuestra peculiar civilización. En cualquier caso, es una invitación que se repite a lo largo de la guía y del curso. Explorar, investigar, jugar.
De hecho hay algunas prácticas que son juegos clásicos: el rompecabezas de los nueve puntos, imaginarse como una montaña, investigar una uva pasa como si fueras un “científico” o una “astronauta”. Llámalo mindfulness si quieres. Suena más serio así, más creíble y reconfortante para nosotros adultos. Pero yo creo que existen motivos de sobra para llamarlo playfulness.
Más allá del MBSR, existe un catálogo infinito de prácticas contemplativas. Estas alternativas a la meditación clásica, desde el karate a las danzas tribales, a menudo se asemejan sospechosamente a los pasatiempos más divertidos. Aguantarse la respiración como hacíamos en la piscina. Pasear por un bosque en primavera. Hacer tiro al arco. Luchar con manos y pies. Cantar en grupo. Estirar hasta el delirio el placer del sexo. ¿Y si empezamos a llamarlos juegos contemplativos?
En su libro Biografía de la Luz, el teólogo Pablo d’Ors escribe que los niños son “infinitamente más espirituales que los adultos” porque disfrutan de una energía vital poderosa que les impulsa a ser lo que son, a explorar y expresarse libremente, sin complejos y sin buscar ninguna recompensa. En otras palabras, su espiritualidad se deriva de su espíritu lúdico. De su playfulness.
Así habla Pablo d’Ors del juego en este magistral capítulo:
Lo principal que debe enseñarse en el camino espiritual es a jugar…, es decir, mantenerse activos con el mundo sin afán de rendimiento, sólo por disfrutar. No conozco a ningún adulto que dedique regularmente algún tiempo a jugar. No me refiero a entretenerse con una máquina para alienarse, sino a todo lo contrario: a mancharse las manos, a interactuar con los otros, a sacar lo mejor de sí sin atender al resultado.
Hago notar que este sacerdote y escritor, que fue nombrado por el Papa Francisco consejero del Pontificio Consejo de Cultura, no cita el juego como un simple paso dentro del camino espiritual. Ni siquiera un paso importante. Afirma que se trata de LO PRINCIPAL que debe enseñarse en este camino. Lo más importante de todo. La esencia de lo espiritual.
No sé tú, pero yo a lo largo de este camino he encontrado que algunas de las figuras más admirables suelen ser también gente bastante risueña: el Dalai Lama, Tony de Mello, Sharon Salzberg, Sadhguru, Joan Halifax. Gente a la que invitarías gustosamente a una fiesta de cumpleaños, o incluso de disfraces. Thich Nhat Hanh, el monje zen vietnamita que inspiró muchas de las ideas de Jon Kabat Zinn, siempre incorporaba la sonrisa en sus instrucciones de meditación, insistiendo en la posibilidad de que lo más sencillo —respirar, caminar, vivir— puede ser motivo de disfrute si prestamos verdadera atención. En sus meditaciones (puedes escucharlas en la app gratuita Plum Village), una palabra que le gustaba pronunciar justo antes de dar paso al silencio era precisamente ésta: enjoy (“disfruta”).
Existen algunas evidencias empíricas intrigantes de esta relación. Cuando Martin Seligman y Christopher Peterson desarrollaron su clasificación de 24 virtudes universales, incluyeron una que denominaron humor (“sentido del humor”) pero también playfulness. Curiosamente, no solo la incluyeron entre las fortalezas de transcendencia, sino que cuando analizaron las relaciones estadísticas entre las 24 fortalezas, las dos más cercanas de todo el gráfico resultaron ser “playfulness” y “espiritualidad”.
La catástrofe completa
El más célebre libro de Jon Kabat-Zinn sobre atención plena, publicado en 1990, se titula Full Catastrophe Living —lo cual significa literalmente “Vivir en la catástrofe completa”. Esta idea proviene de la película Zorba el Griego. Hay una escena en la que Basil, el estirado intelectual inglés interpretado por Alan Bates, le pregunta al exuberante protagonista (el gran Anthony Quinn):
—Zorba, ¿has estado casado alguna vez?
—Claro que sí —responde éste—. Mujer, casa, hijos… ¡la catástrofe completa!
Kabat-Zinn explica que esta actitud ilustra perfectamente el mindfulness:
No se trata de una queja, ni pretende decir que estar casado o tener hijos sea una catástrofe. La respuesta de Zorba expresa una apreciación suprema de la riqueza de la vida y la inevitabilidad de todos sus dilemas, tristezas, traumas, tragedias e ironías. Su respuesta es “bailar” en medio de la tormenta de la catástrofe completa, celebrar la vida, reírse con ella y de sí mismo, incluso frente al fracaso y la derrota personal. Al hacerlo, nunca se queda hundido durante mucho tiempo, nunca se deja vencer del todo, ni por el mundo ni por su propia considerable locura.
Lo de “bailar” se refiere al célebre sirktaki que interpreta Zorba al final de la película. Pocos recuerdan que esta apoteósica danza, una de las escenas más icónicas del cine del Siglo XX, no celebra un triunfo sino un estrepitoso fracaso. De hecho, en medio del baile Zorba se echa a reír y le dice a Basil:
—Eh, jefe, ¿VIO USTED ALGUNA VEZ UN DESASTRE MÁS ESPLENDOROSO?
Entonces los dos se echan a reír, el punteo del sirtaki entra en su fase más apoteósica y se ponen a bailar sin freno, como en un antiguo rito dionisíaco. Con este aprendizaje, con este momento de “iluminación”, termina la película. Un final feliz memorable.
¿Qué sucedería si aprendiéramos a celebrar incluso nuestros fracasos, ya sea sobre el cojín o en la vida cotidiana? Para los niños y las niñas esto no es ninguna novedad. Toda su vida —al menos hasta que empiezan a frecuentar el colegio— es un continuo ejercicio de probar y fracasar, levantarse y caerse, perderse y encontrarse.
A los adultos nos cuesta incluso imaginar algo así. Pero quizás un primer paso sería reconocer que esto no va solo de mindfulness y de heartfulness, sino también de playfulness. Que está permitido sonreír e incluso reír. Que perderse, tropezarse o incluso caerse en charco puede ser la parte más divertida del asunto. Que podemos practicar no solo en el cojín sino también bailando. Y que cuando nos sentemos a meditar en silencio, también esto podemos abordarlo como una apasionante aventura.
¿Jugamos?
Vivimos inmersos en una ilusión: la creencia de que somos los autores de nuestros propios pensamientos. Este espejismo nos acompaña, llevándonos a asumir que podemos controlar, dirigir y, en última instancia, dominar nuestra actividad mental. Es cierto que podemos influir en el cauce de nuestros pensamientos, pero la mayor parte del tiempo, el pensamiento surge por sí mismo, de forma espontánea, sin necesidad de que lo invoquemos. Pero… ¿Por qué es así?
Si el pensamiento es, en efecto, un proceso tan natural y desbordante, ¿por qué no podemos simplemente apagar el cerebro cuando no necesitamos realizar una tarea concreta? A menudo, consideramos que la actividad cerebral está vinculada directamente al pensamiento consciente, a nuestra capacidad para realizar acciones o resolver problemas. Pero lo que ocurre en realidad es que el cerebro está siempre activo, incluso cuando no estamos comprometidos en ninguna acción específica. Es un órgano que nunca se detiene, como le pasa al corazón.
Hasta bien entrado el siglo XXI, los investigadores estaban interesados principalmente en funciones específicas del cerebro: la memoria, la percepción, la atención, entre otras. Los estudios se centraban en realizar tareas específicas para observar cómo respondía el cerebro a diferentes estímulos. Pero durante mucho tiempo, se pasó por alto un aspecto crucial: el pensamiento espontáneo: ese flujo incontrolado de ideas que nos asalta en los momentos en los que no estamos enfocados en un objetivo particular.
A finales de los 90 y principios de los 2000, los científicos empezaron a darse cuenta de algo fascinante: incluso cuando el cerebro no está realizando ninguna tarea concreta, sigue mostrando una gran actividad. Esto llevó a un cambio de paradigma. Ya no se trataba solo de estudiar cómo el cerebro funcionaba mientras resolvía problemas o percibía el mundo, sino de explorar qué hacía cuando no estaba ocupado con nada en particular.
Una de las investigadoras pioneras en este campo es Kalina Christoff, una experta en lo que ahora llamamos “pensamiento espontáneo”. Nacida en Bulgaria y actualmente profesora en la Universidad de Columbia Británica, en Vancouver, Kalina ha dedicado su carrera a investigar cómo y por qué el cerebro genera pensamientos espontáneos. Tuve la suerte de conocerla en una serie de conferencias sobre neurociencia de la meditación organizadas por Upaya. Su trabajo ha revelado que el pensamiento espontáneo no es una rareza, sino una constante en nuestra experiencia mental. Incluso ahora, mientras lees estas palabras, tu cerebro podría estar generando otros pensamientos que tienen relación parcial con el contenido de este texto. Es inevitable, es parte de nuestra naturaleza.
El pensamiento espontáneo se vuelve más evidente cuando no estamos orientados hacia una tarea concreta. Para entender mejor este fenómeno, podemos imaginar un eje, en cuyo extremo derecho se encuentra el pensamiento restringido, y en el extremo izquierdo, el pensamiento completamente libre. Cuando estamos concentrados en una tarea específica, el pensamiento está restringido a un canal muy estrecho. Por ejemplo, si estamos resolviendo un problema matemático complejo, nuestra mente se enfoca en los elementos relevantes para esa tarea. Este tipo de dinámica cognitiva se conoce como “pensamiento orientado a un objetivo”.
Imaginemos que hemos pasado una hora concentrados en resolver ese problema matemático y luego salimos a dar un paseo. De repente, el cauce de nuestro pensamiento, antes estrecho, se expande. Comenzamos a pensar en otras cosas: la charla que tuvimos con un amigo, lo que tenemos que hacer al día siguiente, o alguna idea creativa que nos viene de la nada. Una solución diferente al problema que antes enfrentábamos de forma concentrada. Este es el terreno del “pensamiento creativo”. Es un tipo de pensamiento menos restringido que el orientado a un objetivo, pero aún conectado con nuestras preocupaciones y tareas del día. A veces, en este estado más relajado, encontramos soluciones inesperadas a los problemas que no logramos resolver cuando estábamos intensamente concentrados.
A medida que el día avanza y dejamos de lado las obligaciones, el pensamiento se vuelve aún más libre. Al conducir de vuelta a casa después de un día largo, nuestra mente comienza a divagar. Nos asaltan pensamientos sobre lo que hicimos, o lo que dejaremos para mañana, la conversación que tuvimos en el trabajo o la duda sobre si tomamos la decisión correcta. Es en este estado de divagación mental, conocido como “mind-wandering”, donde el pensamiento es aún más espontáneo, fluido, sin dirección fija.
Este tipo de pensamiento está compuesto de diferentes elementos: por un lado, hay contenido episódico, es decir, relatos sobre lo que ocurrió o lo que podría ocurrir. Por otro, está el contenido semántico, que le da significado a esos pensamientos. Y en el centro de todo, está el “yo”. El ego es el hilo conductor que atraviesa todos nuestros pensamientos. Cada pensamiento está relacionado con nosotros: nuestros miedos, nuestros deseos, nuestras proyecciones. Un pensamiento sobre algo que podríamos perder nos causa ansiedad porque somos nosotros los que lo perdemos. Un pensamiento sobre algo que podríamos ganar nos genera deseo, porque somos nosotros los que lo ganamos. Este hilo constante del yo une todo el contenido de nuestra vida mental.
Por la noche, después de todo un día de pensamiento orientado, creativo y espontáneo, nos acostamos y caemos en el sueño. Durante las primeras fases de sueño profundo, las ondas cerebrales son lentas y rítmicas, pero después aparece una fase especial: el sueño REM. En este estado, las ondas cerebrales se vuelven rápidas, y la actividad en algunas regiones del cerebro puede superar la de la vigilia. Es en el sueño REM donde soñamos, otra forma de cognición que implica aún menos restricción que la divagación mental. En los sueños, el contenido de nuestra mente se libera completamente, mezclando lo real con lo imaginario, lo vivido con lo inventado.
Sabemos que el sueño REM es esencial para nuestra salud mental. En un estudio, se expuso a dos grupos de participantes a imágenes emocionales en dos momentos distintos, con 12 horas de diferencia. Al primer grupo se le mostró las imágenes por la mañana y por la noche del mismo día, mientras que al segundo grupo se le permitió dormir entre ambas exposiciones. Los resultados mostraron que aquellos que habían dormido experimentaron una menor activación de la amígdala —una de las regiones del cerebro implicadas en el procesamiento de emociones como la amenaza— cuando volvieron a ver las imágenes. Parece que durante el sueño REM, los contenidos emocionales que hemos vivido durante el día se recrean, y en este entorno, se produce una especie de desacoplamiento entre el recuerdo y la emoción. El REM, en este sentido, actúa como un terapeuta interno, ayudándonos a procesar las emociones y reducir su impacto negativo. No es casualidad que las alteraciones en el sueño REM estén presentes en trastornos como la depresión.
El pensamiento espontáneo, la divagación y el sueño REM nos revelan algo fundamental: el cerebro nunca está quieto. Lo hace incluso cuando no lo necesitamos, incluso cuando no lo pedimos. Este es uno de los grandes misterios de la mente humana, y entenderlo es clave para comprendernos a nosotros mismos.
Existe una segunda dimensión del pensamiento que es más compleja, más oscura, y más difícil de entender: la rumiación.
Si el pensamiento es, en efecto, un proceso tan natural y desbordante, ¿por qué no podemos simplemente apagar el cerebro cuando no necesitamos realizar una tarea concreta? A menudo, consideramos que la actividad cerebral está vinculada directamente al pensamiento consciente, a nuestra capacidad para realizar acciones o resolver problemas. Pero lo que ocurre en realidad es que el cerebro está siempre activo, incluso cuando no estamos comprometidos en ninguna acción específica. Es un órgano que nunca se detiene, como le pasa al corazón.
Hasta bien entrado el siglo XXI, los investigadores estaban interesados principalmente en funciones específicas del cerebro: la memoria, la percepción, la atención, entre otras. Los estudios se centraban en realizar tareas específicas para observar cómo respondía el cerebro a diferentes estímulos. Pero durante mucho tiempo, se pasó por alto un aspecto crucial: el pensamiento espontáneo: ese flujo incontrolado de ideas que nos asalta en los momentos en los que no estamos enfocados en un objetivo particular.
A finales de los 90 y principios de los 2000, los científicos empezaron a darse cuenta de algo fascinante: incluso cuando el cerebro no está realizando ninguna tarea concreta, sigue mostrando una gran actividad. Esto llevó a un cambio de paradigma. Ya no se trataba solo de estudiar cómo el cerebro funcionaba mientras resolvía problemas o percibía el mundo, sino de explorar qué hacía cuando no estaba ocupado con nada en particular.
Una de las investigadoras pioneras en este campo es Kalina Christoff, una experta en lo que ahora llamamos “pensamiento espontáneo”. Nacida en Bulgaria y actualmente profesora en la Universidad de Columbia Británica, en Vancouver, Kalina ha dedicado su carrera a investigar cómo y por qué el cerebro genera pensamientos espontáneos. Tuve la suerte de conocerla en una serie de conferencias sobre neurociencia de la meditación organizadas por Upaya. Su trabajo ha revelado que el pensamiento espontáneo no es una rareza, sino una constante en nuestra experiencia mental. Incluso ahora, mientras lees estas palabras, tu cerebro podría estar generando otros pensamientos que tienen relación parcial con el contenido de este texto. Es inevitable, es parte de nuestra naturaleza.
El pensamiento espontáneo se vuelve más evidente cuando no estamos orientados hacia una tarea concreta. Para entender mejor este fenómeno, podemos imaginar un eje, en cuyo extremo derecho se encuentra el pensamiento restringido, y en el extremo izquierdo, el pensamiento completamente libre. Cuando estamos concentrados en una tarea específica, el pensamiento está restringido a un canal muy estrecho. Por ejemplo, si estamos resolviendo un problema matemático complejo, nuestra mente se enfoca en los elementos relevantes para esa tarea. Este tipo de dinámica cognitiva se conoce como “pensamiento orientado a un objetivo”.
Imaginemos que hemos pasado una hora concentrados en resolver ese problema matemático y luego salimos a dar un paseo. De repente, el cauce de nuestro pensamiento, antes estrecho, se expande. Comenzamos a pensar en otras cosas: la charla que tuvimos con un amigo, lo que tenemos que hacer al día siguiente, o alguna idea creativa que nos viene de la nada. Una solución diferente al problema que antes enfrentábamos de forma concentrada. Este es el terreno del “pensamiento creativo”. Es un tipo de pensamiento menos restringido que el orientado a un objetivo, pero aún conectado con nuestras preocupaciones y tareas del día. A veces, en este estado más relajado, encontramos soluciones inesperadas a los problemas que no logramos resolver cuando estábamos intensamente concentrados.
A medida que el día avanza y dejamos de lado las obligaciones, el pensamiento se vuelve aún más libre. Al conducir de vuelta a casa después de un día largo, nuestra mente comienza a divagar. Nos asaltan pensamientos sobre lo que hicimos, o lo que dejaremos para mañana, la conversación que tuvimos en el trabajo o la duda sobre si tomamos la decisión correcta. Es en este estado de divagación mental, conocido como “mind-wandering”, donde el pensamiento es aún más espontáneo, fluido, sin dirección fija.
Este tipo de pensamiento está compuesto de diferentes elementos: por un lado, hay contenido episódico, es decir, relatos sobre lo que ocurrió o lo que podría ocurrir. Por otro, está el contenido semántico, que le da significado a esos pensamientos. Y en el centro de todo, está el “yo”. El ego es el hilo conductor que atraviesa todos nuestros pensamientos. Cada pensamiento está relacionado con nosotros: nuestros miedos, nuestros deseos, nuestras proyecciones. Un pensamiento sobre algo que podríamos perder nos causa ansiedad porque somos nosotros los que lo perdemos. Un pensamiento sobre algo que podríamos ganar nos genera deseo, porque somos nosotros los que lo ganamos. Este hilo constante del yo une todo el contenido de nuestra vida mental.
Por la noche, después de todo un día de pensamiento orientado, creativo y espontáneo, nos acostamos y caemos en el sueño. Durante las primeras fases de sueño profundo, las ondas cerebrales son lentas y rítmicas, pero después aparece una fase especial: el sueño REM. En este estado, las ondas cerebrales se vuelven rápidas, y la actividad en algunas regiones del cerebro puede superar la de la vigilia. Es en el sueño REM donde soñamos, otra forma de cognición que implica aún menos restricción que la divagación mental. En los sueños, el contenido de nuestra mente se libera completamente, mezclando lo real con lo imaginario, lo vivido con lo inventado.
Sabemos que el sueño REM es esencial para nuestra salud mental. En un estudio, se expuso a dos grupos de participantes a imágenes emocionales en dos momentos distintos, con 12 horas de diferencia. Al primer grupo se le mostró las imágenes por la mañana y por la noche del mismo día, mientras que al segundo grupo se le permitió dormir entre ambas exposiciones. Los resultados mostraron que aquellos que habían dormido experimentaron una menor activación de la amígdala —una de las regiones del cerebro implicadas en el procesamiento de emociones como la amenaza— cuando volvieron a ver las imágenes. Parece que durante el sueño REM, los contenidos emocionales que hemos vivido durante el día se recrean, y en este entorno, se produce una especie de desacoplamiento entre el recuerdo y la emoción. El REM, en este sentido, actúa como un terapeuta interno, ayudándonos a procesar las emociones y reducir su impacto negativo. No es casualidad que las alteraciones en el sueño REM estén presentes en trastornos como la depresión.
El pensamiento espontáneo, la divagación y el sueño REM nos revelan algo fundamental: el cerebro nunca está quieto. Lo hace incluso cuando no lo necesitamos, incluso cuando no lo pedimos. Este es uno de los grandes misterios de la mente humana, y entenderlo es clave para comprendernos a nosotros mismos.
Existe una segunda dimensión del pensamiento que es más compleja, más oscura, y más difícil de entender: la rumiación.
Referencias
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- Gray, op. cit.
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- Gray, op.cit.
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- D’Ors, P. (2021) Biografía de la luz. Galaxia Gutenberg.
- Peterson, C., & Seligman, M. E. P. (2004). Character strengths and virtues: A handbook and classification. Oxford University Press; American Psychological Association.
- Ver el gráfico 6.3 de Peterson, C. (2006) A Primer in Positive Psychology. Oxford University Press.
- Kabat-Zinn, op. cit.
Escrito por Eduardo Jáuregui
Psicólogo y doctor en ciencias políticas y sociales, con una tesis doctoral sobre la risa y el humor. Director de la escuela de mindfulness Modo Ser y de la consultora de formación Humor Positivo. Autor de Meditar se me da FATAL: una guía para seres humanos de los de toda la vida, y de otros 15 libros publicados en 20 idiomas, del inglés al chino. En 2025 la editorial Destino publicará su próximo libro Playfulness: Despierta tu espíritu lúdico.
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