Bienestar en el trabajo: ¿Qué programas realmente funcionan?
Un vistazo a la ciencia más reciente
Las formaciones de bienestar no funcionan. Al menos, no cumplen (del todo) lo que prometen: “reducir el estrés”, “mejorar el sueño”, “aliviar el dolor”. Durante más de quince años he diseñado, impartido o evaluado programas de bienestar en empresas. Y aunque los datos a veces celebraban el éxito, yo me quedaba con una incómoda sensación de que algo seguía sin funcionar. Si llegas hasta el final te cuento cómo lo resolví.
Siempre me he preocupado por “medir”. Y lo pongo entre comillas, porque “medir” aquí casi siempre significa preguntar. “¿Te has sentido preocupada estos días?” Claro: ¿cómo saber si una persona tiene dolor en la espalda, o tiene fatiga mental, si no es preguntándole? Pero preguntar implica un sesgo. A veces parece que respondemos lo que queremos que sea verdad. O lo que creemos que esperan de nosotros.
He llegado a registrar reducciones del 40% en síntomas de estrés, ansiedad o depresión. Preguntas antes, preguntas después, y los gráficos bajan como si algo fundamental hubiera cambiado. A veces lo celebramos como un logro. Pero en lo profundo, me sentía como quien aplica ungüentos sobre heridas que piden cirugía.
La causa real del malestar seguía ahí. Ofrecer un curso de mindfulness a quien debe soportar un jefe abusivo es como ofrecer “agua con limón” en mitad de un incendio. El barniz del bienestar tapa la estructura que enferma. Y lo hace con una sonrisa…
También evaluamos los efectos a largo plazo. Un año después, en algunos proyectos, los beneficios perduraban —con reducciones—. En otros, era como si nunca hubiéramos estado allí. Nada más frustrante que sembrar en un terreno que después, nadie se preocupa de regar.
¿Qué sentido tiene formar en bienestar cuando el entorno está diseñado para producir lo contrario? Quizá el verdadero reto no está en enseñar a respirar, sino en preguntarse por qué falta el aire. Y a veces, la falta de aire no tiene nada que ver con el trabajo. El malestar no siempre nace en “la oficina”, en “el hospital” o en “la fábrica”, aunque allí se expresen sus síntomas.
Cuando analizamos las causas del estrés o la ansiedad en empresas, descubrimos que no hay una sola historia que explique la situación. La raíz del malestar nunca es homogénea. A veces es profundamente personal: problemas familiares, hábitos no saludables, enfermedades o pérdidas. Otras veces es un terreno mixto, donde lo laboral y lo íntimo se entrelazan: dificultades económicas, falta de conciliación, agotamiento. Y sí, también está lo estrictamente organizacional: líderes tóxicos, cargas insoportables, estructuras que asfixian. Ante esta complejidad, y si queremos tener un impacto real en la salud de los equipos... ¿Qué hacer? ¿Son efectivos los programas de bienestar en el entorno de las organizaciones?
Un nuevo estudio acaba de poner cierto orden en el ruido. Publicado en junio del 2025 por Virtanen y su equipo, este trabajo revisa a fondo lo efectivas que son las intervenciones de salud en el trabajo. Para hacerlo, analizaron 88 revisiones previas —revisaron estudios que ya habían revisado otros estudios— que en conjunto evaluaban 339 estimaciones de efecto.
El estudio ha sido publicado en The Lancet Public Health, una de las revistas más prestigiosas en salud global, donde solo se publica lo que ha pasado por un filtro riguroso de evidencia.
El equipo se centró en cuatro grandes áreas: programas para reducir el estrés y mejorar la salud mental, controlar el peso y la salud cardiometabólica, fomentar hábitos saludables (como hacer ejercicio o comer mejor) y prevenir el dolor musculoesquelético.
Ahora bien, cuando se mira con lupa qué programas fueron evaluados, empiezan los problemas.
El problema es la enorme heterogeneidad. ¿Es comparable una terapia cognitivo-conductual individual con un taller grupal? ¿Tiene el mismo impacto un programa de ejercicio de un año frente a otro de apenas tres semanas? Agrupar todo bajo la misma etiqueta de “intervención en salud laboral” es un artificio.
El segundo problema es la falta de seguimiento a largo plazo. Prácticamente ningún estudio evaluó qué pasaba un año después. Quizá a todos estos estudios les pasó lo mismo que a mí. Grandes cifras antes y después… pero, ¿cambios reales? ¿sustanciales? Es un paso. Pero no necesariamente una transformación.
Por eso, si alguien que lea este estudio afirmara que “la ciencia ha demostrado que los programas de bienestar funcionan”, haría bien en detenerse un momento. Y volver a hacerse la pregunta.
Y aún hay algo más: el sesgo de publicación. Hacer un estudio cuesta muchísimo —dinero, tiempo, esfuerzo, buena voluntad de empresas e instituciones—. Y con tanto en juego, es probable que solo vean la luz los resultados positivos. Es común, por ejemplo, que si un programa reduce el estrés pero no mejora el sueño, se publique solo el dato favorable. O que si no se encuentra ningún efecto significativo, el estudio ni siquiera se publique.
La evidencia que leemos nunca es todo lo que ocurrió. Es solo lo que logró ser contado. Aun así echemos un ojo a los resultados.
Resultados
¿Qué significa todo esto?
1. Salud mental: Las intervenciones para reducir el estrés —especialmente las basadas en mindfulness— son las que muestran resultados más consistentes. En varios casos, los efectos fueron de moderados a grandes. También destacan las herramientas digitales (e-health), sobre todo en el manejo de la ansiedad y el estrés.
Los propios autores del estudio advierten que la calidad de la evidencia es muy mejorable en la mayoría de los estudios. Ninguno de los efectos se basó en estudios clasificados como de “alta calidad”, y solo el 21% alcanzó una calidad “moderada”. Dicho de otro modo: aunque los resultados son alentadores, todavía se “camina sobre terreno blando”.
2. Cambios físicos:
- Actividad física: Se observan aumentos, aunque muchas veces son pequeños.
- Sedentarismo: Las intervenciones que modifican el entorno —por ejemplo, con escritorios elevables— logran reducciones significativas del tiempo sentado.
- Peso y composición corporal: Las pérdidas de peso son mínimas.
- Dieta: Los programas multicomponente ayudan a aumentar un poco el consumo de fruta, pero los cambios en otros aspectos de la dieta son poco claros.
Los propios autores del estudio advierten que la calidad de la evidencia es muy mejorable en la mayoría de los estudios. Ninguno de los efectos se basó en estudios clasificados como de “alta calidad”, y solo el 21% alcanzó una calidad “moderada”. Dicho de otro modo: aunque los resultados son alentadores, todavía se “camina sobre terreno blando”.
¿Qué hacer?
Probablemente, los programas que fueron evaluados en todos los estudios no eran “chapuzas”. Tiene sentido: nadie va a gastar grandes cantidades de dinero y tiempo en evaluar un programa absurdo o mal diseñado.
Pero ese es precisamente uno de los riesgos. Si los resultados sugieren que el mindfulness o CBT funcionan, muchas organizaciones actúan como si eso validara cualquier intervención con ese nombre. Se contrata por etiqueta, no por contenido.
Nos ha pasado muchas veces. En procesos de licitación, la decisión final recae en el departamento de compras. Y el criterio suele ser uno solo: el precio. Gana el más barato. Esa lógica no solo es limitada: es peligrosa. Implica no comprender la complejidad de lo que está en juego. Diría incluso que, en algunos casos, es preferible no hacer nada. Contratar programas mal planteados, impartidos sin cuidado o sin preparación, puede ser peor que no intervenir. Especialmente cuando se trata de salud mental, donde un mal enfoque puede exponer a las personas más vulnerables. Por eso debería haber criterios más allá del coste.
Antes de contratar cualquier programa de bienestar, conviene hacerse preguntas concretas: ¿el equipo está preparado para detectar situaciones graves —como riesgo suicida, trauma o trastornos mentales— y derivar adecuadamente? ¿Tiene la experiencia y formación necesarias para evaluar el estado real de las personas? ¿El contenido se adapta a las personas o es el mismo para todos?
También habría que preguntarse si el programa incluye entrevistas o algún tipo de diagnóstico previo, o si se ofrece como un paquete cerrado. ¿Está diseñado para adaptarse a la cultura y las necesidades reales del equipo? ¿El proveedor asesora y acompaña la implementación o se limita a entregar una formación estandarizada?
También, ¿cómo se medirá el impacto? ¿Hay indicadores claros? ¿Se estimará el alcance real del cambio? ¿Existe una estrategia de continuidad o todo termina cuando finaliza el curso?
No se trata solo de “hacer” porque este tema esté de moda, se trata de hacerlo bien, y de tener muy claro qué alcance tiene y qué se puede esperar.
Pero las formaciones, por si solas, no transforman
Vuelvo a la idea del principio: las formaciones, tal como se conciben hoy, no funcionan. O, siendo más justos, funcionan parcialmente.
5. Contexto. Hay quienes cambian por sí solos. Existen los autodidactas. Escritores como Jack London o científicos como Faraday lo lograron en condiciones adversas. Pero no es lo habitual. Lo común es que el cambio se sostenga cuando se comparte. Cuando hay un entrenador, un grupo, o un amigo que acompaña. Nuestro cerebro es social —como el de los bonobos o las abejas—. El apoyo del entorno, el refuerzo positivo, la pertenencia a un grupo que sostiene hace que el cambio sea más probable.
La mayoría de los programas de salud y bienestar no están integrados en una estrategia global; quizás porque aún no se comprende del todo su valor estratégico. Pero, ¿qué otro activo más importante puede tener cualquier proyecto humano que la capacidad cerebral de las personas que lo componen?
Y para eso, los parches no bastan.
Lo que predomina hoy —al menos en mi experiencia— es un enfoque tipo patchwork: un taller de yoga por aquí, la semana de la fruta por allá, una charla puntual sobre el sueño. Mejor eso que nada, sin duda. Pero las inercias organizativas son tan fuertes que estos gestos resultan casi simbólicos. Es como colocar secadores de pelo detrás de un tren, con la esperanza de que sirvan para empujarlo hacia adelante.
Ofrecer un curso de bienestar sin revisar los factores que generan malestar es como poner un agua oxigenada en una herida con hemorragia. El equipo no lo percibe como un gesto de cuidado, sino como una forma de manipulación: “Me duplican las reuniones este año, y me ofrecen un curso de mindfulness para que me relaje”.
En un estudio piloto evaluamos el efecto de eliminar reuniones durante tres días a la semana. El equipo sufría una “reunitis” crónica: sentían que no disponían de tiempo real para trabajar. Eran desarrolladores en una gran empresa de telecomunicaciones. Además de mejoras claras en productividad, no he visto nunca una reducción mayor del estrés. Y no fue por un curso de mindfulness. Fue por quitar lo que sobraba.
Además de los programas, hay que actuar sobre políticas, procesos, y —también— sobre el liderazgo. Lo digo porque, de forma recurrente, la principal fuente de estrés que hemos detectado está relacionada con el estilo de liderazgo del superior directo. Es lógico, si tu jefe es un sociópata, probablemente te pasará como el ratón del estudio de “derrota social”. Pon un ratón macho beta con un macho alfa. En la mayoría de las ocasiones el macho beta desarrollará trastornos por estrés con comportamiento similares a lo que observamos cuando entre humanos generamos trastornos por ansiedad o depresión. Es cierto que hay ciertos ratones que sobreviven a esta tortura sin signos de desgaste, pero eso va a ser materia de otro artículo que estoy haciendo.
También ocurre lo contrario. Los líderes capaces de crear entornos seguros —donde las personas pueden desarrollarse sin miedo al castigo— o espacios motivadores y de crecimiento —donde el desafío estimula el cerebro, en lugar de bloquearlo—, son quienes marcan la diferencia. En definitiva, hablamos de entornos humanos, donde hay margen para el aprendizaje y lugar para la conexión genuina. Cuando eso sucede, no solo se previene el desgaste: el trabajo puede convertirse también en un pilar real de la salud mental.
¿Pero son efectivos los programas de liderazgo para mejorar la salud mental de la plantilla? ¿Es realmente posible transformar las habilidades —o incluso los principios éticos— de un líder?
Tal vez. En parte. Pero soy escéptico. Nuestra forma de pensar y actuar está tan arraigada que, aunque el cambio sea posible, rara vez es fácil. Y a veces, sencillamente, no es posible. Porque no hay voluntad.
Algunos líderes ven “estas cosas” como una pérdida de tiempo. Otros, como una amenaza a su autoridad. Y en esos casos, da igual lo que hagas: no funcionará. En estos casos podemos tirar de refranero —no pidas peras al olmo— y ahorrar el dinero, porque la intervención, el curso o las sesiones de coaching van a fracasar.
Esta idea se aplica a todas las intervenciones que analiza el artículo de Virtanen (no solo liderazgo). Todas buscan modificar patrones de comportamiento, creencias o habilidades. Y eso no se consigue con una formación aislada, y mucho menos con una charla inspiracional. Si fuera así, Instagram sería una herramienta eficaz para cambiar hábitos nocivos. La inspiración puede tener un efecto momentáneo, crear la ilusión de que otra forma de vida es posible. Pero pasadas unas horas, esa embriaguez se disipa, y la vieja mecánica vuelve a imponerse.
Lo que hace falta no es formar, sino entrenar. Y esa diferencia importa.
Formar transmite información; entrenar transforma hábitos —cognitivos, emocionales o conductuales—. Y si uno quiere aprender a tocar el piano, el entrenamiento debe cumplir ciertos requisitos básicos. Lo mismo ocurre si queremos aprender a liderar mejor, a manejar el estrés o a trabajar en equipo. Las reglas del cambio son parecidas.
1. Objetivos asumibles y ajuste de espectativas. Quizá, con tu calendario real, lo que puedes sostener es tocar una hora al día. Que en la práctica serán quince minutos. Con esa inversión, lo razonable es asumir que interpretar una pieza de Chopin te llevará diez o quince años. Lo mismo vale para ser un mejor líder, mejorar la salud con ejercicio físico o aumentar la calidad del sueño: cuánto se puede invertir (en tiempo y energía) y ajustar las expectativas a esa inversión.
2. Repetición espaciada. Un entrenamiento efectivo necesita tiempo y repetición. Por eso no sirven las formaciones puntuales ni las charlas inspiracionales del conferenciante de turno. Por emotivas que sean, su efecto se evapora rápido. Si queremos cambiar algo profundo en un equipo, hay que crear contexto para repetir, practicar, integrar. No basta con la emoción. Hace falta estructura.
3. Motivación alineada. En cualquier entrenamiento, el entrenador es importante. Pero quien hace el 95% del trabajo —por poner una cifra hipotética— es quien entrena. Con motivación, correr diez kilómetros en montaña puede ser una experiencia mística. Sin motivación, correr es una tortura. El mismo principio se aplica a cualquier habilidad: si no hay motivación interna, el cambio es imposible.
4. Retroalimentación. En el deporte es fácil medir el avance. También en la música. Puedes contar kilómetros, tiempos, o ver cómo empiezas a tocar canciones escuchándolas una sola vez. Pero en liderazgo, o en la gestión del estrés, la mejora es menos visible. Por eso el esfuerzo en medir es doblemente clave, para hacer más tangible los efectos más abstractos.
5. Contexto. Hay quienes cambian por sí solos. Existen los autodidactas. Escritores como Jack London o científicos como Faraday lo lograron en condiciones adversas. Pero no es lo habitual. Lo común es que el cambio se sostenga cuando se comparte. Cuando hay un entrenador, un grupo, o un amigo que acompaña. Nuestro cerebro es social —como el de los bonobos o las abejas—. El apoyo del entorno, el refuerzo positivo, la pertenencia a un grupo que sostiene hace que el cambio sea más probable.
Pero hace falta un ingrediente más. Uno que, si falta, hace que todo lo anterior se diluya con el tiempo. Hemos aprendido de muchos fracasos. Programas que mostraban mejoras evidentes justo al terminar… pero que, al cabo de un año, era como si nunca hubieran existido.
6. Sostenibilidad. Por eso ahora estamos obsesionados con dejar de ser necesarios. No queremos ser consultores, o científicos expertos en bienestar, o conferenciantes que inspiran, o profesores que con todo su carisma, llegan, intervienen y desaparecen. Queremos que el cambio siga existiendo cuando ya no estamos. Que si logramos plantar un árbol en el mejor de los casos, no tengamos que ir a regar. Y para lograr sostenibilidad hay muchas fórmulas.
Una estrategia efectiva es formar líderes internos que puedan sostener el proceso. En el ámbito del mindfulness, por ejemplo, hemos entrenado a personas dentro de la empresa para que mantengan grupos semanales. Ya no dependen de nosotros. Lo mismo puede hacerse con programas de ejercicio físico, relajación o nutrición. El objetivo es claro: generar autonomía. Tocar las teclas necesarias para que el cambio continúe sin intervención externa.
En otra empresa, detectamos un problema serio de creatividad. El origen no era técnico, sino cultural: un entorno donde el error era penalizado sistemáticamente —e inconscientemente—. No formamos a todos los líderes. Empezamos por los pocos que ya lo estaban haciendo bien (n=2). Les ofrecimos formación, acompañamiento, y fueron ellos quienes empezaron a formar a otros compañeros. Contaron con el respaldo de la dirección, y las primeras sesiones las dirigieron a colegas que ya estaban alineados, al menos en parte, con los principios del cambio. Construyeron un sistema de retroalimentación sencillo pero eficaz. Cada quince días, los equipos de estos líderes respondían un breve cuestionario sobre cómo se sentían ante el error, cuánta libertad creativa percibían, estímulo intelectual, entre otras cosas. Ese instrumento se convirtió en una pieza clave del entrenamiento sostenido, sirviendo como espejo y guía a lo largo del proceso. A día de hoy, el cambio sigue en marcha, con avances y tropiezos. Los líderes que entraron en el proceso —formados por sus propios compañeros— se convirtieron a su vez en agentes de cambio. Fueron afinando las estrategias más efectivas, y poco a poco fueron contagiando incluso a los que en un primer momento, eran más cínicos con el proceso.
A veces, para restaurar un jardín, no hay que empezar por las zonas secas. Es más sensato regar lo que aún está verde.
Pero este enfoque también tiene, al menos, un doble límite.
Por un lado, las agendas de las personas ya están desbordadas. Añadir una acción más, aunque sea bienintencionada, puede convertirse en una fuente adicional de estrés. Por otro lado, muchos de estos cambios aún no vienen impulsados desde “arriba”. Carecen del respaldo estratégico necesario, y por tanto, de la energía institucional que permitiría sostenerlos en el tiempo.
Dicho esto, lo que sí parece poco probable es que, si seguimos apostando por el mismo patchwork —actividades puntuales, gestos bienintencionados pero sin continuidad— podamos lograr un impacto real y sostenido en la salud mental dentro de las organizaciones.
Y ahora, a seguir trabajando.
Quizá en 2050 se publique una nueva revisión, como la de Virtanen, que no solo analice programas medidos en diseños puntuales —antes y después—, sino que evalúe intervenciones que hayan demostrado ser sostenibles en el tiempo.
Programas que no solo generaron métricas publicables, sino transformación real.