Dec 18 / Emiliano Bruner

Anatomía del aburrimiento

POR EMILIANO BRUNER
Museo Nacional de Ciencias Naturales, CSIC, Madrid
Centro de Investigación en Enfermedades Neurológicas, Madrid

Anatomía del aburrimiento

Todas las disciplinas involucradas en las ciencias cognitivas (como la neurobiología, la psicología, la psiquiatría, la etología e incluso la antropología evolucionista) siempre han tenido el concepto de «recompensa» en un lugar especial de sus estudios y teorías. Al fin y al cabo, todo mecanismo biológico funciona según este principio, ya se hable de selección natural y especies, de costumbres y sociedad, o de deseos e individuo. Los seres unicelulares han ofrecido los modelos más sencillos de supervivencia y voluntad: activan sus mecanismos locomotores en función de la química (olores y sabores) o la física (temperatura y humedad) de lo que les agrada o les disgusta, zigzagueando en el medio entre atracción y evitación. Incluso muchos modelos de inteligencia artificial se están diseñando para que optimicen algún tipo de recompensa, emulando los criterios y los efectos de este gran factor universal que ha moldeado gran parte de lo que generalmente llamamos vida. Y claro está que detrás de una recompensa se esconden muchísimos elementos enmarañados que se influyen y se canalizan uno a otro, y que incluyen moléculas y neurotransmisores del cerebro, placer y dolor, sentimientos, emociones y pensamientos, creencias y expectativas, todos integrados en múltiples niveles que van desde las exigencias de una célula hasta las dinámicas colectivas de los sistemas culturales, económicos y sociales.

Menos atención se ha dedicado, sin embargo, a su opuesto, a su estado antitético: el aburrimiento. Que viene a ser, sustancialmente, una falta de recompensa. El aburrimiento es una falta de gratificación, generalmente interpretada en términos burdos de productividad o de placer. Se asocia a una falta de estímulos, o a una subestimulación sensorial, es decir, una estimulación no suficiente para activar los mecanismos de la recompensa. A menudo se asocia a una falta de novedad, la novedad que proporcionan los tan codiciados chutes placenteros de dopamina, promesas bioquímicas que nos mantienen siempre a la espera de lo que será, o de lo que podría ser. Esto es interesante, porque no somos conscientes de que el placer no lo da el pecado en sí, sino su anhelo, su proximidad. De hecho, me pregunto cómo se quedarían Adán y Eva cuando, después de morder la manzana, descubrieron que sabía… ¡a manzana! El aburrimiento se asocia también a una ausencia de significado, donde significado quiere decir un valor, una razón, un porqué. Y, en este caso, desde luego estos porqués pueden ser más o menos nobles, más o menos valiosos. Finalmente, a menudo el aburrimiento se asocia simple y llanamente a una ausencia de movimiento, de acción. Los sesudos humanos seguimos siendo tan físicos que, puestos en una rueda, al final no somos tan distintos de un hámster, y darle caña al cuerpo es suficiente para que la maquinaria de la recompensa empiece a rular como es debido. En fin, todas estas «faltas» remiten a una única y común: la falta de motivación. Una motivación que precisa de su cebo: una recompensa. A menudo, una cualquiera.

La palabra «falta» no es casual: es algo que no está, es una carencia, algo que no está bien, algo que tiene una interpretación sustancialmente negativa. Y, de hecho, lo es porque podemos suponer que la desazón que nos hace huir del aburrimiento es tan profunda y reactiva que tiene que tener alguna razón evolutiva esencial. Razón sobre la cual tampoco es muy difícil especular: optimización de recursos. El objetivo inconsciente de una especie es reproducirse y, en Homo sapiens, un ser compulsivamente hacedor, re-producirse pasa por producir algo. Buscar, intentar, lograr, alcanzar, conseguir.

Al mismo tiempo, como primates, los humanos tenemos también la obsesión de la pertenencia al grupo, lo cual exige una dedicación contundente e incesante. El primate humano debe gran parte de su éxito evolutivo a su asombrosa capacidad tecnológica y social, y a esto se dedica: a hacer, y a relacionarse. Son los dos aspectos que más chutes de moléculas endógenas del placer le proporcionan: los opioides del cerebro, el lograr y el ser reconocido. No sería muy descabellado, pues, afirmar que un ser humano que se sintiera cómodo en el aburrimiento no podría competir genéticamente (en términos de éxito energético, social y reproductivo) con quienes huyen compulsivamente de ello. Es decir, está claro que tenemos implantado un programa automático de malestar, rechazo y evitación hacia cualquier situación que se detecte como aburrida.

En su teoría del flujo, Mihaly Csikszentmihalyi hizo notar cómo el aburrimiento surge cuando la tarea que estamos desempeñando es demasiado fácil para nuestras habilidades (en el caso opuesto, tareas demasiado difíciles derivan en ansiedad, y el «espacio del flujo» es una situación gozosa intermedia entre estos dos extremos). Cuando se da esta situación, la receta es sencilla: buscar una tarea más complicada. Probablemente más productiva. Aumentar la tasa de logro. Sea como fuere, si uno quiere sentirse bien, tiene que salir de ahí: cuando se detecta aburrimiento, hay que encontrar compulsivamente una alternativa.

Y no es entonces casual que, en una condición de aburrimiento, se active a tope la famosa red neuronal por defecto, la de la imaginación, el monólogo interno, los recuerdos pasados y las previsiones futuras, la Radio Sapiens que nos hace la cabeza como un bombo, con una avalancha de pensamientos y emociones que acaparan nuestra mente sin pedir permiso. En cuanto nos alcanza el fantasma del aburrimiento, la red por defecto se enciende y empieza a buscar otras opciones. Y, si no se encuentra una alternativa decente, incluso una dolorosa rumiación es preferible a la nada sensorial.

Pero la neurobiología del aburrimiento no acaba ahí. Si hablamos de optimizar recursos, hay uno que es el más crucial: el tiempo. Un tiempo que no se mide con un reloj fiable, sino con nuestras propias emociones, y entonces puede variar de forma repentina y con saltos impredecibles. Se habla, de hecho, de percepción del tiempo para referirse a la concordancia entre el tiempo subjetivo y objetivo, y de conciencia del tiempo para considerar la sensación de que este pase más lento o más rápido. Y ambos parámetros cambian mucho cuando se activa el modo aburrimiento. En este caso, un elemento cerebral crucial es la ínsula, un componente clave del sistema límbico, emocional, en particular sus áreas anteriores, que funcionan como un marcapasos biológico del tiempo mental. Cuando arranca el aburrimiento, la parte anterior de la ínsula se apaga, o por lo menos rebaja mucho su actividad. Y el tiempo empieza a pararse. La ínsula es fundamental en todo lo que atañe a las emociones, así que si el tiempo se ralentiza, el marcapasos busca otras fuentes de atención. Pues se da el caso de que la ínsula también es crucial en todo lo que es interocepción, o sea, las sensaciones asociadas al estado interno del cuerpo. Así que si la red neuronal por defecto no es capaz de robar toda la atención, uno acaba encontrándose solo… ¡consigo mismo! En particular, con su propio cuerpo: latido, respiración, postura, y toda una larga serie de sentires internos que, si uno no está acostumbrado, pueden parecer incómodos, y desde luego… ¡aburridos! Estamos hablando de un aumento de la conciencia general, no de la consciencia con «s», sino de la conciencia sin «s», es decir aquella capacidad de «darse cuenta» de las cosas. Saber percibir. Pero claro, como hemos dicho, es una condición inestable que probablemente la selección natural no agradece mucho, y para la cual no estamos bien diseñados. Así que, en cuanto se da esta situación, la reacción normal es: aversión. Huida. Y búsqueda compulsiva de una alternativa. Para volver «a la acción», volver a producir, volver a hacer. Esta adicción emocional desgasta aún más la pobre reserva de atención, ya mermada por la hambrienta red neuronal por defecto, y el aburrimiento nos transforma en marionetas automáticas a merced de nuestros amos tradicionales: la tajante programación evolutiva de los impulsos, los pesados caprichos de nuestro ego, y las crueles exigencias de la sociedad.

Es curioso que empezamos a aburrirnos en una etapa temprana de la niñez, cuando ya brota el capricho. Luego, probablemente se alcanza un máximo de intolerancia a la inacción en la adolescencia, presa fácil para los buitres de la atención y los mercantes del ocio. Un ocio que, hoy en día, es todo menos «ocio». La Real Academia lo define como «inacción o total omisión de la actividad, descanso, asueto, vacación, holganza, inactividad, desocupación», cuando sin embargo nuestro ocio está petado de hacer, comprar, presenciar, lograr, y toda una larga serie de hábitos que sobrecargan la mente, en lugar de regenerarla. La reacción en contra del aburrimiento es tan incontenible que los más jóvenes incluso exigen que alguien (sus padres) haga algo para que no tengan que pasar por esta insoportable situación, y los más adultos se esmeran para que los demás (sus hijos) no tengan que sufrirla. Luego viene, poco a poco, una edad más madura, los picores disminuyen, pero el aburrimiento sigue ahí, ha venido para quedarse, y a la mínima señal de silencio sensorial recurrimos ansiosos a alguna que otra metadona comportamental, dictada por la necesidad imperiosa de rellenar un vacío. Y eso es porque el vacío siempre inquieta, a veces porque se queda en un abismo, y a veces porque se rellena con algo que preferimos no atender. 

Pero, entonces, ¿qué hacer cuando el aburrimiento llega a tomar posesión de nuestros sesos y de nuestras vísceras? Veo por lo menos cuatro posibilidades. Una es la tradicional: evitación compulsiva, y búsqueda frenética de una alternativa que sosiegue nuestra desazón interna. Ya se trate de comer, de engancharse al móvil, de comprar algo, de pegarse a un televisor, de machacarse a hacer deporte o a trabajar, o simplemente de perderse en vagabundeos mentales, arranca la exigencia de abandonar tal insoportable estado de ausencia de productividad, de estímulo satisfactorio o de placer, y encontrar un relleno para este incómodo espacio desamparado. Seguro que habrá un trasfondo psicológico que justifique el diferente grado de desazón que puede afectar a cada uno de nosotros en estas condiciones, pero las cosas como son: es muy difícil resistirse al aburrimiento. La mayoría de las personas acaban dejándose llevar por la compulsión, dirigiendo su foco de forma más o menos inconsciente a las alternativas habituales.

Las otras tres posibilidades, sin embargo, requieren un estado activo, consciente, una intención, una decisión autónoma, que evidentemente se puede dar solo si uno es capaz de darse cuenta de la situación, de detectar el aburrimiento y, antes de reaccionar automáticamente, de valorar la posibilidad de encaminarse en una respuesta distinta.

La primera opción es dedicarse a «lo que hay». El aburrimiento no se debe en realidad al contexto, sino a nuestra reacción. Una situación no «es» aburrida, sino que «nos parece» aburrida. La bioquímica del aburrimiento es algo que hemos producido nosotros mismos, porque nuestro ego piensa que lo que está pasando no merece interés. Igual se equivoca. Igual solo es necesario cambiar la mirada, para descubrir que lo que parecía algo tedioso en realidad esconde matices que nunca nos hemos parado a considerar. Solo hay que reorientar la atención, o tal vez afinar la sensibilidad, una cualidad que muchos de nosotros tenemos más que oxidada. Lo que pasa a nuestro alrededor siempre es diferente. Ningún momento se repite, ni se volverá a repetir. Y lo mismo podemos decir de lo que pasa en nuestro propio cuerpo, un universo de percepciones que, en general, nadie nos ha enseñado a explorar. Así se encuentran nuevos estímulos, y la atención descubre nuevas fuentes de interés, y de placer. Desde luego, para esta receta se necesita un ingrediente esencial: la curiosidad. El resto, se puede entrenar oportunamente.

La segunda opción es aún más desafiante: no buscar alternativas (incluso las más sutiles e insospechadas), sino quedarse, relajadamente, con tu aburrimiento. De hecho, ya que uno no tiene nada mejor que hacer, puede incluso entretenerse en observarlo, explorarlo, indagarlo. Mirarlo fijamente. Ver qué hace. ¿Dónde se ancla? ¿Qué sensaciones produce? ¿Cómo se desenvuelve? ¿Qué emociones o pensamientos me evoca? ¿Cómo demonios funciona esa cosa que llamamos «aburrimiento», y que condiciona tanto nuestras vidas? Es decir, observar el aburrimiento, de forma desapegada o, a ser posible, incluso curiosa: una indagación. Quizá tu aburrimiento te puede acabar enseñando algo sobre ti mismo, algo que, una vez conocido y reconocido, ya no te puede manipular como antes.

Y la tercera opción, ya pro, es aprender, con el tiempo, con alguna lógica, o solamente con la experiencia, a desactivarlo. Aprender a apagar el modo aburrimiento. No hace falta hacer algo diferente. No hace falta buscar o reemplazar. No hace falta indagar. No hace falta. El aburrimiento se disipa, o incluso ni se activa, ni lo intenta. Si hay algo que hacer, lo hacemos. Y, si no, gustosamente, somos.
Referencias
Bieleke, M., Wolff, W., & Martarelli, C. S. (Eds.). (2024). The Routledge international handbook of boredom. London. UK: Routledge.
Danckert, J., & Merrifield, C. (2018). Boredom, sustained attention and the default mode network. Experimental Brain Research, 236(9), 2507-2518.
Wolff, W., Özay-Otgonbayar, S., Danckert, J., Bieleke, M., & Martarelli, C. S. (2025). Effort and boredom shape our experience of time. Neuroscience & Biobehavioral Reviews, 106375.

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